Marcus

—Vale —digo—, cuéntame. Tengo que saberlo, porque estoy
volviéndome loca, ¿cuál es la perversión especial de Marcus?
—Le gusta hacerlo a oscuras.
Se me cae el alma a los pies. Marcus parece mortalmente
normal.
—Creía que me habías dicho que era un friki. Y eso no parece
muy friki.
—Espera, déjame terminar —dice—. En un armario. Le gusta
hacerlo dentro de un armario.
Todavía no me convence y frunzo un poco el ceño.
—Es muy tímido, de verdad —dice Anna, que se da cuenta de
mi decepción.
Marcus tiene un armario enorme en su piso y, como todo en
esa casa —enorme, oscura y apenas decorada—, está viejo, gastado y la
madera es antigua.
—No hay nada cómodo ni acogedor en el piso —me cuenta
Anna—. Ni sofás, ni almohadas, ni cojines por el suelo, ni alfombra, ni
siquiera cortinas en las ventanas.
—¿Ni siquiera una cama? —pregunto.
—Duerme en un colchón, en el suelo, pero nunca hemos
follado ahí —dice Anna—. Y una vez abrí la nevera —prosigue—, y estaba
casi vacía. Solo había té. No hojas de té, bolsitas de té. Una caja de bolsitas
de té de tamaño familiar. No había leche.
Anna me cuenta que, aunque en el piso de Marcus no hay ni
muebles ni alimentos, hay algo que no falta: libros y periódicos.
—Hay libros en cada centímetro de las librerías que cubren las
paredes desde el suelo hasta el techo —dice—. Están ordenados
meticulosamente por temas: cine y sexo, arte y religión, psicología y
medicina. Y cuando en las estanterías ya no queda sitio, empieza a
apilarlos en el suelo, sobre las mesas, las sillas, como esa gente que no tira
nada y ocupa todos los rincones disponibles.
»Además, donde no hay estanterías, las paredes están cubiertas
de obras de arte. Arte erótico. Nada muy pornográfico —dice Anna—, solo
cuadros guarros y raros.
Anna me habla de fotografías borrosas de parejas follando que
parecen cuadros de Francis Bacon. Escenas callejeras de prostitutas.
Cómics lascivos. Cosas que no parecen arte erótico —collages densos, que
no paran de crecer con recortes de periódicos y revistas, de caras, lugares y
objetos— pero que sin duda tienen un significado erótico para Marcus. Y
cosas reconocibles para cualquiera.
Anna dice que hay dos cuadros en particular que le han
llamado la atención más que cualquier otro. Están colgados en paralelo en
una pequeña hornacina justo en la entrada: te topas con ellos nada más
entrar, y siempre que va a ver a Marcus se queda ahí plantada mirándolos
un rato.
Uno es de dos mujeres tendidas una al lado de la otra de
manera que la curvatura de sus cuerpos forma un par de labios. Las dos
llevan ligueros y medias, y tienen pechos redondeados con pezones como
cerezas.
—Una de ellas lleva un velo negro y se parece a ti —me dice
Anna.
—¿A qué te refieres?
—Una morena, con una sonrisa dulce y sexy. —Me guiña un
ojo.
Anna está flirteando conmigo y no sé cómo tomármelo. Noto
que me ruborizo y espero que no se dé cuenta.
—La otra —prosigue— no tiene cabeza. Donde debería estar
la cabeza hay dos brazos que emergen del fondo negro del cuadro como
patas de cangrejo y le aprietan los pezones como pinzas.
Me dice que el otro cuadro es tan raro que resulta difícil de
describir. Al principio parecen tres cuerpos femeninos con medias de
rejilla enredados en un ménage à trois. Cuando te fijas mejor, ves que hay
partes del cuerpo masculinas mezcladas con las femeninas. Órganos
sexuales y miembros que emergen de donde no toca. Manos fantasmales
que empujan y tiran y toquetean. Es todo un tanto inquietante, dice Anna,
como si estuviera mirando un cuerpo hecho de muchos otros y de sexo
indefinido.
Mientras me habla del cuadro, empiezo a pensar que, durante
todo este tiempo, la sexualidad de Marcus ha sido un misterio para mí,
pero jamás me he cuestionado su orientación sexual, ni siquiera he pensado
en ello.
—¿Marcus es gay o bisexual? —le suelto.
—Oh, no —dice Anna—, no creo. Solo es muy, pero que muy
raro.
Desde luego eso parece. Una casa sin muebles, ni comida, solo
libros, periódicos y arte erótico. Como si Marcus se sintiera cómodo en la
austeridad. Como si su cerebro estuviera tan ocupado que no tuviera
tiempo para preocuparse de su cuerpo. Y eso me parece bien. Porque yo
solo quiero que me folle su cerebro.
Anna dice que, cada vez que se encuentran, dos veces al mes,
entre ellos ocurre siempre lo mismo. Marcus lo tiene todo planeado, hasta
el último detalle, y espera que todo se haga tal como está programado,
como un ritual.
Le dice que vaya a una hora específica.
—No puedo retrasarme —dice Anna—. Ni un minuto, ni
treinta segundos. Siempre llego puntual para sus sesiones privadas. Y
tengo llave del piso, así que entro sin llamar.
Ahora entiendo por qué llega siempre tarde a la clase de
Marcus.
Para follar con él.
—Marcus ya está allí cuando yo llego —prosigue—. En la
habitación del fondo. En el armario. Con la puerta cerrada. Y está tan
callado y tan quieto que nadie diría que está ahí, que hay alguien más en la
habitación. Las cortinas están echadas y las luces están apagadas. A
oscuras, pero entra luz suficiente como para ver.
Me cuenta que el armario tiene dos agujeros en una de las
puertas, como si se hubieran caído dos nudos de la madera. Uno pequeño y
otro más grande. Uno a la altura de la cabeza, el otro, más abajo.
—Marcus jura que ya estaban ahí cuando lo compró —dice
Anna—. Pero no le creo.
Cuando Anna llega, se supone que tiene que llevar el uniforme
que Marcus le ha dicho que se ponga. Cada vez la misma ropa.
—¿Cómo te hace vestir? —pregunto.
—Adivínalo —responde.
—¿De enfermera? —digo.
—No —dice.
—¿De colegiala?
—No, no. —Niega con la cabeza.
—¿De puta?
—Frío, frío —dice.
—Venga, tienes que decírmelo.
—De su madre. —Suelta una risilla nerviosa.
Me quedo mirándola sorprendida, y Anna está impaciente por
contarme más. Me explica que tiene que llevar un vestido suelto de flores,
zapatos planos de vestir, medias color carne y unas bragas muy, muy
grandes que le dan la sensación de llevar un cinturón de castidad hecho de
poliéster. Se viste como la madre de Marcus, con ropa que era de ella.
Ropa que la madre de Marcus tenía desde los años cincuenta y que llevó
hasta su muerte, pero que sigue pareciendo nueva, como si la hubieran
descolgado del perchero el día anterior.
—¿La situación está poniéndose lo bastante friki para ti?
¿Demasiado? —pregunta, sonriendo.
—Más o menos… —digo. Porque ahora Marcus me recuerda
menos a Jason Bourne, lo que está bien. No me hace pensar en cómo
imagino a Jason Bourne follando. Con las luces apagadas y los calcetines
puestos. En la postura del misionero. Como un hombre de verdad.
Y cada vez me recuerda más a Norman Bates, lo que es incluso
mejor, porque Anthony Perkins me da muchísimo, pero muchísimo morbo
desde la primera vez que lo vi en Psicosis y me enamoré hasta perder la
cabeza de su estilo pulcro y con chaqueta de punto abotonada hasta arriba.
El rostro afilado y huesudo. Esos pómulos. El pelo negro azabache, con la
raya perfecta, liso y brillante. Esos ojos negros y de mirada nublada. Esa
sonrisa. Tan sexy. Y el saber que, bajo esa apariencia, había un asesino
psicópata que estaba como una cabra, lo hacía aún más apetecible. Parece
que Marcus es esclavo total de la fijación que tiene con su mami, igual que
Norman Bates o Charles Foster Kane.
—Bueno, recapitulemos —le digo a Anna—. Estás en la
habitación, vestida como un ama de casa puritana de los cincuenta, una de
esas de un capítulo de En los límites de la realidad, y Marcus está en el
armario, con las puertas cerradas, y el ojo pegado a uno de los agujeros,
mirándote.
—Eso es —dice—. Y hago exactamente lo que me ha pedido
que haga. Le doy la espalda y empiezo a desnudarme, me quito cada prenda
siguiendo el orden que él me ha pedido.
—¿Exactamente igual todas las veces? —pregunto.
—Tiene que ser así —dice Anna—, coreografiado al segundo.
Me siento como una azafata de vuelo haciendo la demostración de
seguridad. A estas alturas, ya lo he hecho tantas veces que me lo sé de
memoria y he añadido algunos toquecitos, cosas que creo que le gustarán.
Anna no se corta con los detalles y, mientras me lo cuenta,
puedo visualizarlo mentalmente.
Primero se desprende del vestido holgado, que se desabotona
por la espalda, se lo quita por los hombros, primero uno y después el otro,
y lo deja caer al suelo. Al hacerlo, mira por encima de un hombro hacia el
suelo, para asegurarse de que el vestido no se le engancha en los zapatos.
Luego se desabrocha el sujetador, se lo sube por el pecho para que los
senos caigan hasta su posición natural y reboten ligeramente al hacerlo.
Inclina los hombros hacia delante para que los tirantes del sujetador
resbalen hacia abajo.
—Le gusta ver cómo el sujetador se desliza por mis brazos —
dice—. Luego mira cómo lo cojo y me lo aparto del cuerpo.
Me imagino a Anna desnuda de cintura para arriba; está ahí de
pie con los zapatos de vestir y las medias color carne sujetas por el liguero,
y paseo la mirada por su redondo y curvilíneo culo y sus pechos con
pezones color salmón.
Solo hay una cosa que no me cuadra en esta fantasía, en la
fantasía de Marcus. Anna lleva una faja de las antiguas, que le tapa casi
todo del culo, lo que solo deja ver un poco las enormes bragas de poliéster
con la gruesa costura de refuerzo que le sujeta y le levanta las nalgas como
si fuera neumática. Así es como le gusta a Marcus, pero ese material no le
serviría a nadie más para hacerse una paja.
—Le gusta que estire una pierna y me incline hacia delante
para desabrocharme las ligas —prosigue Anna—, así, mientras lo hago,
puede verme las tetas colgando. Me dejo las ligas colgando y meneo el
culo para quitarme la faja. Luego la dejo caer al suelo.
Entonces se quita las bragas gigantes, pero lentamente, porque,
según ella dice:
—A Marcus le van los culos y, para él, todo se basa en el
precalentamiento, cuanto más largo, mejor.
Se supone que ella debe llegar hasta ese punto. Marcus quiere
que se deje las medias puestas y los zapatos de vestir. Y un largo collar de
perlas, perlas blancas y negras, que cuelga entre sus pechos.
—Son perlas de su madre —dice.
Mientras hace todo esto, no tiene permitido mirar en dirección
a Marcus.
—En eso Marcus es muy estricto —dice—. Una vez eché un
vistazo rápido al armario, con el rabillo del ojo. Vi una enorme órbita
ocular pegada a la puerta, enmarcada por el agujero del nudo de la madera.
Y creo que me pilló, porque el ojo no sabía dónde mirar.
»El ojo se avergonzó. Se movió de un lado para otro, hacia
arriba y hacia abajo, escudriñando como loco la habitación, buscando algún
sitio donde esconderse. Y no era Marcus. No lo identifiqué con Marcus.
Era solo un glóbulo ocular dentro de una abertura alargada y angosta en la
madera. Y me dio tanto repelús que nunca más he vuelto a mirar.
—Entonces, le gusta mirar pero no que lo miren —digo.
—Es la única manera de que se le ponga dura del todo —dice.
Pienso en el doctor Alfred Kinsey. Por lo que sé, a él también
solo se le ponía dura de una forma. Es la parte que se saltaron en la
película, la parte en la que Kinsey se clava cosas en la punta del pajarito.
Cosas que no pegaban nada con esa parte del cuerpo. Objetos que no
siempre encajaban. Elementos que no aparecían en los datos que compiló,
ordenó, etiquetó y analizó con tanta meticulosidad. Hierba, briznas de paja,
cabellos, cerdas. Cualquier cosa alargada y flexible que hiciera cosquillas.
Pensar en Kinsey y escuchar el relato de Anna sobre Marcus
hace que mis fantasías de follarme a Jack en el despacho de su jefe me
parezcan bastante tontorronas. Pero Anna aún no ha terminado.
Una vez que se ha bajado las bragas y ha doblado la ropa
ordenadamente sobre una silla, solo entonces, puede volverse y mirar.
Lo que ve es el pene erecto de Marcus salir lentamente por el
agujero más bajo del armario, como un caracol asomando por la concha.
—Lanzo un grito ahogado —dice Anna—, como Marcus me
dijo que hiciera… la combinación perfecta de horror, sorpresa y placer.
Anna se queda ahí, plantada en el mismo lugar, mirando,
boquiabierta, hasta que todo el rabo está fuera y los huevos saltan de golpe
por el agujero y quedan colgando sobre la puerta.
—Cuando la polla empieza a moverse, como si estuviera
saludándome —dice Anna—, yo me siento justo delante y la lamo como
lamerías las gotas de helado fundido que se deslizan por un cucurucho.
—¿Y eso son solo los preliminares? —pregunto.
Quiero asegurarme, porque parece todo muy complejo.
—Sí —dice Anna—, solo los preliminares.
Aun estando ella ahora justo al otro lado de la puerta del
armario, me cuenta Anna, Marcus no hace ni un solo ruido. Ni siquiera lo
oye respirar. No hay gemidos de excitación que le den una pista de que está
haciéndolo bien, solo pequeños espasmos de la polla cuando se aparta de
las atenciones de la lengua de Anna. «Como cuando la pierna te sale
disparada en respuesta al golpe en la rodilla con el martillito plateado del
médico», dice.
—¿Cómo sabes cuándo parar, para que no se corra?
—La puerta se abre —dice ella—. Es un poco espeluznante.
Imagino la puerta abriéndose con un chirrido —como en esas
películas muy antiguas en blanco y negro sobre una casa encantada que dan
en la tele de madrugada—, y que no hay nada detrás y está oscuro como
boca de lobo.
—Eso significa que debo entrar —dice Anna—. Y siento que
el corazón me late cada vez más deprisa, aunque sepa exactamente lo que
va a ocurrir y quién está detrás de la puerta.
Entra en el armario y cierra. Y ya no ve nada de nada porque
Marcus ha tapado los agujeros con pañuelos de papel para que no entre luz.
—Tardo un rato en adaptar la visión a la oscuridad —dice ella
—. Incluso cuando lo consigo, lo único que veo son sombras en la
penumbra que se mueven como volutas de vapor, y es como una
alucinación.
—¿Cómo es el armario de grande? ¿No resulta claustrofóbico?
—Lo bastante grande como para que la única parte de mi
cuerpo que toca los lados sean los pies —dice—. Me da miedo lo rápido
que pierdo la noción del espacio y del tiempo. Y además hace muchísimo
calor ahí dentro, es un calor húmedo y vaporoso, como en un baño turco,
porque Marcus ya ha consumido gran parte del oxígeno, y noto que
empiezo a sudar en cuanto entro.
—¿Qué ocurre luego? —pregunto, ansiosa.
—Entonces noto su mano sudada en el pecho. Y creerás que
me da repelús —dice—, pero en realidad me excita. Me excita mucho. Que
me toquen así, alguien a quien no puedo ver, en un espacio cerrado.
Dice que todo lo demás vale la pena, los molestos preliminares
que Marcus insiste en que sigan al dedillo.
—Y de todos modos —dice—, en cuanto estamos en el
armario, a oscuras, con las puertas cerradas, cuando él ya ha iniciado el
contacto físico, se acaban las normas. Ya no se muestra tímido. Marcus
folla como un poseso, como un animal, como si fuera totalmente otra
persona. Y el armario se tambalea.
—Pero ¿de cuántas formas se puede follar en un armario? —
me pregunto en voz alta.
—Te sorprendería —dice Anna—. A estas alturas debemos de
haber practicado todo el Kama Sutra cinco o seis veces —dice.
»Una vez —añade—, estaba follándome con tanta fuerza que
el armario se cayó del lado de la puerta. Nos quedamos atrapados dentro. A
Marcus no le importó. Se puso más cachondo todavía. Follamos durante
horas. Luego le dio un puñetazo al techo y salimos arrastrándonos,
desnudos y con arañazos.
Después de salir del armario, hay una tarea más que Anna debe
realizar. Pasan al baño y ella tiene que lavarlo.
Dice que es un baño muy viejo, con el suelo de baldosas y la
pintura de las paredes desconchada por la humedad. Marcus tiene una de
esas antiguas bañeras de porcelana que parece una balsa neumática, con
una alcachofa de ducha colgando al final de un largo mástil de acero
inoxidable que nace en un grifo.
—Marcus solo se ducha, nunca se baña —dice Anna.
—¿Por qué? —pregunto.
—Me dijo que la gente se ahoga en las bañeras.
Paso por alto el comentario, pero me pregunto si Anna se
habrá dado cuenta de que esa es una cita de Cassavetes.
En cuanto están en la ducha, Anna lo enjabona, lo cubre de
espuma y le frota con fuerza la espalda, el pecho, los muslos, las axilas y
los huevos. Tras secarlo con la toalla, Marcus sale del baño sin decir ni una
palabra. La deja allí sola para que se vista y se arregle. Y, cuando ha
terminado, sale sola del piso.
—Y así es siempre —dice—. Sin excepción. Nunca es de otra
forma.
»¿Has follado alguna vez en un armario? —me pregunta como
quien no quiere la cosa.
Tengo que reconocer que no, nunca lo he hecho. Y después de
escuchar todo eso me siento tan normal que me deprimo.
Nos quedamos sentadas bajo el árbol unos minutos, en
silencio. Y de pronto me viene a la cabeza una frase que dice Marlon
Brando en el Último tango en París, una frase dicha como de pasada y que
siempre me ha encantado, de su monólogo dirigido a la esposa muerta, que
yace en su lecho mortuorio delante de él:
«Una caricia nocturna de mami».
Y si eso es lo que le va a Marcus, por mí vale. Porque hay un
montón de grandes hombres con una fijación por su madre.
Estoy asimilando todo lo que Anna me ha contado. Tomo un
sorbo de café y hago una mueca cuando me doy cuenta de que se ha
enfriado casi del todo, porque llevamos aquí mucho tiempo.
—¿Me he cargado tus fantasías? —pregunta Anna—. Espero
que no. En el fondo, Marcus es bastante dulce.
—Oh, no —digo—. Desde luego que no.
Ahora quiero saber todavía más. Ahora me da la sensación de
que puedo leer a Marcus como un libro abierto y descubrir algo nuevo al
girar cada página. Y deseo que Marcus me enseñe qué significa ser friki.
Pero entonces me doy cuenta de que Anna podría enseñarme
muchas cosas sobre ser friki
.



Marcus

"La sociedad Juliette" (Sasha Grey)

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