Gárgolas

La humedad del aire se encajaba con la piel de ellos a medida que el sudor empapaba sus axilas y se despeñaba paulatinamente dejando un reguero que arropaba sus poros. Exhaustos, libraban sus músculos en un sueño profundo que había sido inducido por la recreación voraz de una caza que había dado sus frutos: ahora yacía irrumpido por una ferocidad tan solo comparable con el céfiro de una bestia salvaje soplos antes de engullir su primer bocado.

Jadeaba… Su hálito mantenía la forma de su desesperación, y cada vez que se asomaba, sentía la tensión de toda su desnudez aferrada a la cortezuela del árbol caído en donde estaba apoyado. La tierra había sido escarbada antes: otros habían tenido la misma impresión de esperanza y ese árbol parecía haberse rendido premeditadamente con el único propósito de proporcionar cierto consuelo para apaciguarlos y ser poseídos luego sin oponer resistencia.

Dentro de esa misma oscuridad, notaba a ambas sombras cubriendo la suya, regocijándose detrás de él con la seguridad de saber que no había escapatoria. Contuvo la respiración tanteando envolver sus labios pero sus nervios estaban suspendidos. Intentó recrear en su mente un descanso celestial: nada… Sus sentidos parecían cautivos por las diversas exhalaciones que penetraban en su interior. Ellas, agazapadas, acortaron la distancia que los mantenía extraviados, flanqueando ambos extremos del tronco caído… De repente, ya estaban allí.

Sus pies áridos se tiñeron de color ante el contacto suculento de las dos lenguas; el estremecimiento producido por las cavidades profundas de sus bocas cerrarse en sus dedos, rasguñando levemente con sus dientes, logró la elevación de un hervor palpitante. Abrió sus piernas a la vez que levantaba sus caderas dejando sus brazos entiesados en la tierra, y así las lenguas treparon humedeciendo su piel hasta su vientre. Allí lo regaron frenéticamente y las extremidades inferiores de las dos sombras contactaron sus piernas, manoseándolas jugosamente mientras varios sonidos bestiales irrigaban al aire. Su cuerpo se despojó de todo pudor y ahora ellas recorrían su pecho y su cuello, arañando su piel con las uñas de sus dedos. Ya los gemidos alcanzaban sus oídos y sus caderas no medían los movimientos entregando cabalmente su carne para saciar el hambre de las sombras.

Las lenguas caminaban lúbricamente por su cuello encontrando su boca: las tres olas brutales danzaban uniéndose y penetrándose. La saliva caía por su pecho avivando un sendero que encontraba su final en el muro latente que ahora se elevaba sombreando su abdomen. Dos manos diferentes lo acariciaron estrechando esa saliva hasta entretejerse en sus dedos; las olas brutales no paraban de danzar salvajemente, y oprimieron al muro que se engrandeció aún más al sentir tal reunión. Sentía las caricias abundantes que lo llenaban de una complacencia indescriptible: una de las lenguas se despegó de ese vuelo vertiginoso y bajó al ritmo de los manoteos obscenos encontrando a la palpitación abundante y rojiza; la saboreó comenzando en la cima para descender escoltando a la saliva fluida por todo su tamaño. Los gemidos bestiales se volvieron rugidos aullantes y él ya no podía seguir el ritmo de la danza. La lengua restante resbaló para corear al unísono con la otra y juntas alabaron esa carne prominente: una consumía los cimientos de esa creación mientras la otra mantenía cubierta la cima. Él empujaba sus caderas hacia arriba topándose con esa profundidad al mismo tiempo que sentía como una de las lenguas jugueteaba entretenida al caer. Las manos sobrantes no se agotaban al estrellarse en su pecho y su vientre, melodiosamente eternizaban las curvas de sus músculos, y las otras dos manos agasajaban el ramal fornido ahondando hasta sus raíces y remontando nuevamente hacia la cima.

Los rugidos aumentaron considerablemente y su pecho se expandió al mismo tiempo que su existencia se maravilló: sus meneos avecinaron una erupción íntima y las lenguas inundaron de jugos su adoración a medida que ésta se abultaba. Su desierto humano se desvaneció cuando llegó la estampida, y las sombras saciaron su hambre deleitándose ante la timidez en la que se había convertido su alimento.

Ahora él yacía irrumpido por una ferocidad tan solo comparable con el céfiro de una bestia salvaje soplos antes de engullir su primer bocado… Su perversión nativa había retornado.

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