Siete por siete (165): Géminis (I)




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Compendio I


Aunque lo que quiero narrar transcurrió durante la última semana de febrero, antes debo explicar la relación que tengo con mi esposa.
Desde el momento que Marisol y yo nos volvimos amigos, siempre me preocupé de su bienestar. Era impensable para mí creer que esa preciosa y delgada muchachita de 16 años estuviera enamorada de mí, porque era un virgen perdedor de 28 años y que no vislumbraba un alegre futuro.
Que las joviales y temerosas miradas que ella me daba ocultaban un amor secreto hacia mí; que sus comentarios optimistas, sus sonrisitas tiernas y hermosas que escondían ese pequeño lunar en su mejilla que tanto me ha cautivado y esa actitud animosa e inquebrantable se debía solamente a que yo le hacía compañía y que sus constantes suspiros y temblores no se debían al cansancio, la frustración o al frío, como atribuía yo en esos tiempos, sino que al nerviosismo, a sabiendas que por preocuparme de ella, le animaba, le acariciaba y hasta la abrazaba, cuando presentía que no quería seguir estudiando.
Incluso, me he convencido que fuimos “novios sin saberlo”, dado que yo era su “paño de lágrimas” y su “hombro para llorar” cuando se sentía triste, mientras que yo la buscaba cuando estaba aburrido, desanimado o simplemente deseoso de conversar y las confidencias e inquietudes sobre el sexo opuesto que nos contábamos el uno al otro, difícilmente podríamos haberlas compartido con otra persona.
Y por este motivo, pienso que nuestro primer beso fue el evento más trascendental y singular de toda mi existencia, superado solamente por el momento en que me aceptó como su esposo y el día que nos volvimos padres.
Porque ¿Cómo podía imaginar que esa tímida y preciosa chiquilla, de piel blanca como la porcelana; con ojitos verdes y grandes que atraen a cualquiera; un rostro angelical, cuello largo elegante e inocente y tan llena de potencial se iba a fijar en un tipo como yo, que casi doblaba su edad y con una experiencia sentimental que bordeaba en lo patético?
¿O que se moría de ganas por estrenar esos maravillosos, suaves, delicados y sonrosados labios, junto conmigo, complementado con una lengua inquieta, suave y juguetona, acompañada con tenue pero energizante sabor a limón en su saliva?
Por ese motivo, me enamoré perdidamente de Marisol y el resto de las mujeres perdió su significado, porque en ella encontraba lo que por tanto tiempo busqué.
Pero todo eso cambió con mi viaje al norte y con lo ocurrido con mi suegra.
Reconozco que si bien disfrutaba de gozar tanto de hacer el amor con una mujer casada, experimentada, fogosa, sensual, tentativa e insaciable como lo es la madre de mi mujer, también me detestaba a mí mismo, por no poder contenerme y traicionar su amor por dejarme llevar por la lujuria.
¿Quién podría haber imaginado que dentro de los humildes y sencillos deseos que albergaba mi esposa en su corazón, estaba también el que su madre encontrara a alguien que la hiciera “tan feliz como le he hecho yo con ella”?
Y que su generosidad no se restringiera solamente a su madre, sino que también a su hermana y prima…
Mas han pasado los años: Marisol se ve más hermosa y sensual todavía, con un trasero amplio y carnoso y si bien, ha ganado algunos kilitos, pareciera que se han ido directamente hacia su busto, el cual no paro de degustar cada oportunidad que tengo.
Pero también, otras mujeres han pasado sobre mi lecho.
No me considero un seductor en lo absoluto y tal vez, tendría solo a Hannah de amante en mi trabajo.
Pero es solamente que Marisol ha sido una amiga leal que me ha visto en mis peores aprietos y no creo justo que yo la traicione.
Ella, por otra parte, se pone mucho más alegre e insiste que lo haga…
A pesar de todo, también vislumbra el riesgo que me termine enamorando de alguien más y lo que me divierte, encanta y me da esperanzas que alguna vez, podremos ser un matrimonio medianamente normal, es que cuando se lo menciono, cierra los ojos, se cubre los oídos y empieza a gritar:
“la-la-la ¡Soy de palo! ¡Soy de palo! ¡No escucho! ¡No escucho! La-la-la…”
Algo que si bien le hace ver inmadura, me fascina de mi cónyuge y en el fondo, sabe que será difícil que alguien robe mi amor por ella.
Y es de esta manera que llegamos al meollo de lo que quiero narrar hoy.
Me avisó la misma noche que volvimos de Melbourne, mientras me preparaba para acostarme. Esperaba sentada bajo las sabanas de la cama, usando su camisón blanco de colgantes, que delata sus pechos de una manera obscena y me miraba con un leve resplandor lujurioso, que día tras día ha tomado mayor consistencia con el pasar de los años.
“¡Amor!” me dijo, con una sonrisita y una mueca picarona, de haber hecho una travesura. “¿Sabías que Susi y Nery andan veraneando por Sunda otra vez?”
“¡No lo sabía!” respondí, cautivado por la manera que acomodaba sus largos cabellos castaños, en torno a su busto y cómo estos se mecían levemente, de lo pujantes y elásticos que son.
Sonriente y sabiendo que me tenía hipnotizado, agregó muy contenta.
“¡Siii!... y me dicen que nos echan harto de menos… y que ya sabes… les gustaría venir a visitarnos.”
Ese comentario rompió mi trance.
“Espera un poco, Marisol. Les dijiste que no, ¿Cierto?” pregunté pasmado.
De no ser por su creciente sonrisilla, su carita de confundida pudo haberme convencido...
“¿Cómo les iba a decir que no, mi amor?... si casi han viajado medio mundo para venir a vernos.” Se excusó, vagamente haciéndose la víctima.
Me reí adolorido…
Durante la segunda semana de febrero, habíamos viajado a Perth porque Hannah nos había invitado a la celebración de su primer aniversario de matrimonio, oportunidad donde mi esposa me ayudó a escabullirme un par de horas con mi amante y cuando fuimos a Melbourne, me “prestó” por una noche a mi amiga Sonia para que la embarazara.
“¡Vamos, Marisol! Al menos, dame un par de días contigo a solas…” le dije, sentándome a su lado y besándola tiernamente en los labios.
Ella enrojeció avergonzada y trató de mirar para otro lado.
“Pero amor… ¿Cómo quieres estar conmigo?... ¡Me ves todo el tiempo!” decía ella, con esa carita de niñita buena que tanto me gusta.
“¡No, Marisol! Sabes que no es así. Te veo 2 semanas al mes e incluso, me dejas las horas que tienes que estudiar para que yo pueda estar con Lizzie.”
Su boquita empezaba a hacer un pequeño puchero…
“Pero es porque Liz te quiere tanto como yo…”
Acaricié el lunar en su mejilla y la obligué que me mirara a los ojos.
“Y yo quiero estar solamente contigo… un par de días…”
Nos besamos con ternura y mis manos, impacientes, apretujaron sus cálidos senos levemente, sacándole un sensual quejido.
“¡Está bien, mi amor! ¡Te los daré! Pero por favor, compláceme…” me pidió.
Y si mi suegra está leyendo esto, su hija puso una mirada enternecedora, con sus ojitos verdes brillantes, como cordero a punto de ser degollado, a la cual no me pude resistir.
“¡De acuerdo, Marisol! Lo haré.” Acepté, derrotado.
Marisol me saltó encima y me comió a besos.
“¡Gracias, amor! ¡Gracias!”
Y como quien se le olvida un detalle importante, se detuvo repentinamente y me preguntó:
“¿Le puedes tú avisar a Liz? Porque sé que te da problemas.”
Y sin darme tiempo para responder, enterró mi rostro sobre sus pechos, zanjando la discusión por completo mientras hacíamos el amor y a la mañana siguiente, empezaba mi calvario particular.
El problema que tenía (y aún tengo) es que también estoy enamorado de mi niñera.
Al igual que Marisol, Lizzie tiene el cabello castaño y es jovencita, con 23 primaveras, casi 2 años mayor que mi esposa.
Es muy preocupada de su figura, pero afortunadamente, no llegando al extremo de ser frívola, pero lo suficiente para mirar con desdén cuando almorzamos pastas, pizzas o alimentos con grasas.
Sus nalgas son carnosas y bastante torneadas, porque practica sentadillas y abdominales en su tiempo libre y su pecho, si bien no es tan opulento como el de Marisol, es lo suficientemente exuberante para llamar la atención, con gruesos, sonrosados y sensibles pezones.
Aun así, creo que sus mayores encantos son sus pecas, sus vivaces y picaros ojos negros, su cabello eternamente resplandeciente y bien cuidado y sus dientes blanquecinos, que la hacen ver extremadamente atractiva.
Acortando el cuento, la conocí de casualidad cuando me atendió como mesera en el bar de su antiguo novio y me dio su número telefónico al traerme la boleta. Tuvimos un par de encuentros amorosos aislados, pero terminó llegando a mi hogar cuando se dio cuenta que su novio le engañaba con una de sus compañeras y tanto Marisol como yo estábamos desesperados por encontrar una niñera, ya que mi esposa empezaba las clases en la universidad y yo trabajo en una mina por turnos de una semana.
Volviendo a la historia, cada vez que trataba de preguntarle, me daba vergüenza. Lizzie me preguntaba qué me sucedía y al final, para despistarla, terminaba haciéndole el amor o comiendo su sexo, por lo que disfrutó mucho de mi inseguridad.
Sin embargo, Marisol fue directamente al grano el viernes, a 3 días de la llegada de las gemelas…
“Liz… vienen unas amigas de visita a quedarse unos días… y a mi marido le da vergüenza preguntarte si puedes quedarte donde tu mamá. No te molesta, ¿Verdad?” preguntó mi esposa al desayuno, con completa naturalidad.
“¡Para nada!” respondió ella, mirándome con una sonrisa divertida.
Marisol hizo una mueca de victoria, por lo fácil que había salido todo.
Pero para mí, irónicamente, me resultaba difícil, dado que le soy “relativamente fiel” a mi amante.
Y admito que tengo una vida social con las mujeres mucho más activa comparada a cuando Marisol y yo éramos simplemente amigos.
Sin embargo, con 2 mujeres como ellas, más Hannah en la faena, no queda demasiado tiempo ni deseos para buscar a alguien más.
Aun así, he notado que Lizzie me abraza y sutilmente me olisca cuando voy de compras al supermercado; que mientras me besa, palpa ligeramente el estado de mi miembro cuando vuelvo de salir a trotar y gestos similares.
Por ese motivo, me sentía culpable la mañana del sábado y tras manifestárselo a Marisol, aceptó muy sonriente a que fuese a disculparme con Lizzie, quedándose a cuidar de las pequeñas.
Recuerdo que tras abrir la puerta, la primera imagen de esa habitación fue mirar sus atrayentes nalgas cubiertas por unas bragas rosáceas, subiendo y bajando, mientras removía trasto tras trasto detrás de su cama.
Luego de incorporarse, bastante frustrada, aprecié la delgada musculosa color tinto que emplea para dormir, cuya holgura dejaba entrever sus lindos senos.
Desde que ganaron el control del aire acondicionado, tanto mi esposa como mi niñera se han acostumbrado a dormir con ropas más ligeras, por comodidad y porque les entretiene turbarme con sus curvas.
“¡Buenos días!” le saludé, haciendo que su rostro se iluminara levemente. “¿Pasa algo?”
“¡No, nada!” respondió ella, limpiándose un poco de polvo en su nariz. “Es solo que buscaba algún obsequio para llevar a mi madre.”
La madre de Lizzie debe tener unos 40 años y a diferencia de su hija, es mucho más bajita y delgada, de 1.60 m. de altura.
Tiene cabellos castaños y un rostro delgado y alargado, aunque no es tan bonita como su hija y la vez que me la presentó, me dio la impresión que era una mujer de trabajo, dado que vivían en un barrio más humilde de Adelaide.
La preocupación de Lizzie se debía a que la última vez que la llevé, casi nos corretea de su casa a escobazos, pensando que la había embarazado y solicitábamos su apoyo y tardó un poco en convencerse que, a pesar de todo, su hija se gana honestamente su sueldo como niñera, cuidando a mis hijas.
“¿Por qué no le llevas una flor?” le dije, sonriendo al ver su floreado terrario.
“¿Tú crees?” Preguntó reflexiva. “Bueno… a madre siempre le han gustado las orquídeas.”
Tomó la maceta con leve tristeza, porque también son sus favoritas.
“En realidad, no lo sé. Pero sé que mi mamá se alegraría si le llevara una flor.” Insistí, apoyando mi mano sobre su hombro. “Incluso, podrías regalarle el cuadro que hiciste de ellas.”
Sus pecas levemente desaparecieron producto del rubor…
“¡Vamos, Marco! Mis cuadros no son tan buenos…” exclamó ella, con humildad.
“¿Por qué no dejas que ella lo juzgue?” pregunté, mirándola a los ojos.
Nos besamos lentamente y mis manos empezaron a posarse sobre sus nalgas, mientras que ella se colgaba a mis hombros.
“¡Siento hacerte esto, Lizzie!... sabes que no lo planeé…”
Sonrió y volvió a besarme.
“¡Cállate, tonto!” sonreía muy coqueta. “Eres mi jefe y conozco bien a Marisol, así que no tienes que preocuparte.”
Me acomodó en el nacimiento de sus pechos y podía percibir su corazón acelerado, mientras mis manos lujuriosas sobaban con locura sus nalgas.
Podía sentir su cintura apretando mi creciente erección con mucho deseo y sus manos me afirmaban como garfios, llevándome derecho hasta su cama.
Caí pesado sobre ella y empecé a besar sus hombros y a desnudar sus colgantes, mientras que sus manos desesperadas trataban de sacar la camisa de mi pijama.
“Lizzie, ¿Me disculpas?... pero quiero meterla…” le pedí, cuando sentía ese ardor incontenible entre mis piernas.
“¡Pensé que nunca lo pedirías!” respondió, con su sonrisa más coqueta.
Fue un alivio para ambos buscar la entrada de su húmeda y ardiente hendidura. Posé mi glande entre sus labios y exhaló un profundo suspiro, mientras que yo trataba de contener mi marcha.
De a poco, empecé a sentir cómo su piel se replegaba ante mi avance, mientras que ella daba suspiros entremezclados con dolor y placer.
A medida que empezaba a ganar mayor velocidad, me preguntaba cómo lo haría ella para permanecer tan estrecha, si hacemos el amor casi a diario.
“Lizzie… debes buscarte un novio… que te guste…” le dije, mientras impúdicamente le besaba el cuello y sobaba sus enormes senos, pellizcando sus pezones con suavidad.
“¿Por qué me dices… eso ahora?” preguntaba enfadada, contrayendo hasta su vagina, mientras que sus manos sobre mi espalda parecían levantarme para que estuviera más en su interior.
“Porque eres bellísima… y si fueras mi novia… te haría el amor todos los días…” le respondí, gozando al rozar la entrada de su matriz.
Alcanzó un álgido orgasmo en esos momentos…
“¿Como… lo haces conmigo… ahora?” preguntó, con una voz bordeando al estridente, mientras que mis arremetidas proseguían imparables.
“¡Por supuesto… que no!” respondí, afirmándola de los muslos y levantándola levemente. “¡Muchas veces más!...”
Ahí, sus orgasmos llegaron en seguidilla. Iba presionando los labios de la matriz de la vida, mientras nuestros besos se volvían interminables y ardorosos. Recuerdo que sus pechos eran una masa sudorosa y candente bajo mis manos, con sus pezones disparados como rígidos chupetes en plena excitación.
Sus piernas me envolvían a la altura de mis rodillas, deseándome con frenesí y nuestros labios estaban prácticamente soldados el uno con el otro, a medida que nuestras lenguas se acariciaban con verdadero ardor.
El tormentoso remolino que tenía entre sus piernas me succionaba con la fuerza y humedad de una tormenta tropical y cada vez que mis testículos rozaban la entrada de su gruta, sentía que estaba a punto de estallar.
“¡Lizzie… quiero acabar!” le supliqué, cuando sentía que mi orgasmo era inminente.
“¡Síii!... ¡Siii!... ¡Ahh!... ¡Hazlo adentro!... ¡Hazlo adentro!... ¡Por favor!” me suplicaba.
Y la inundé con una acabada interminable. Había hecho el amor con Marisol la noche anterior y no mucho antes, me había dado su mamada matutina. Pero aun así, podía correrme más.
La restregué en lo más profundo, pensando que no la vería en un par de días e intentando de ubicar mi glande en la entrada de su útero.
Ella apreció el gesto, quejándose dichosa y permaneciendo quietecita e imperturbable, suspirando profundamente con alegría.
Acaricié sus cabellos y la miré a los ojos con bastante dulzura.
“¿Lo ves? Si tuvieras un novio, te harían el amor de esta manera, todos los días…”
Ella sonrió coqueta.
“Más me gustaría que mi novio fuera un hombre como tú…”
La empecé a retirar lentamente cuando se deshinchó. Una vez afuera, sentí envidia por el que le toque ser marido o novio de Lizzie.
Porque con demasiada gula, se arrojó sobre mi pegajoso falo para darme una mamada espectacular. Y es que ella misma admite que es una de las cosas que más le agrada hacer a sus novios.
Lamió el glande. Lo chupó. Relamió mis testículos y no tardó en volver a endurecerme un poco más.
Sus chasquidos secos, su mirada lujuriosa y la manera que más y más buscaba introducir mi pene en su garganta me iba afectando lentamente y ante una mirada levemente preocupada y lagrimosa, rozando ligeramente su úvula con mi avance, le di la acabada que tanto ella deseaba, la cual se encargó de beber y tragar completamente.
Exhaustos y muy satisfechos, acordamos tomar duchas separadas, porque mal que mal, aun debía llevarla a casa de su madre.
Marisol recibió mi rostro sosegado y levemente arrepentido con una sonrisa de complacencia, mientras mis pequeñitas deseaban que jugara con ellas.
Tras un lastimero y agudo berrinche de mi flaquita seria, al ver que Lizzie tomaba sus maletas y les decía adiós, a lo que mi hija respondía “¡No adiós!”, abrazándose con ternura de sus piernas, tomamos la camioneta con su equipaje y la llevé hasta su antiguo barrio.
Mientras nos deteníamos en los semáforos, no paraba de contemplar lo hermosa que se veía: cuando la conocí, tenía una belleza sencilla, coqueta y refrescante, de una mujer que buscas por un par de horas.
Sin embargo, vestida de chaqueta y minifalda de mezclilla y una blusa de lana fina azul, que exponía su sensual cintura y su ombligo, le daba un cierto aire de elegancia y me producía un leve anhelo por conformar algo más concreto con ella, suponiendo que hubiese estado soltero.
Por su parte, al verme contemplándola durante cada esquina, no paraba de sonreírme y de acariciar discretamente mi muslo derecho, aunque conociéndola, buscaba acariciar mi erección que irónicamente, también trataba de buscar su contacto y de haber sido más de noche, estoy seguro que se habría ido todo el trayecto hasta su casa, mamándome sin parar.
Finalmente, cuando llegamos a su casa, le pedí disculpas a su madre, argumentando que su hija se ganaba sus merecidas vacaciones y que además, le concedía un bono de 800 dólares, “En compensación por los 58 días libres que su hija no se había querido tomar”, los cuales tuve que prácticamente forzarlos para que Lizzie los aceptara, ante la mirada atónita de su progenitora.
Tras eso, me sentí mucho más cómodo de recibir a Susana y a Neryda en nuestro hogar.


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