La paja culposa

Lucy, hermosa, esbelta, tan poco consciente de esa aura sutil de sensualidad que la envuelve por completo, cada gesto, palabra, descuido, olor, cada pelito imperceptible de su brazo. Lucy, con su cuerpo en desarrollo acelerado, encantador, notable; sus piernas alargadas, luciendo unas medias de colores hasta la rodilla, recostada sobre el sillón, con su rostro aburrido, mirando el teléfono. Todo esto lo sé, lo he visto, porque Lucy es mi prima.
 
La vi crecer y, sin embargo, reconozco que nunca pude borrar los malos pensamientos, las imágenes perversas que me provocaba su presencia. Me ha acompañado siempre, ha estado cerquita, invariablemente, como un recordatorio de mi vileza, como una fruta prohibida en medio de un bosque seco.
 
Hemos sido vecinos desde chicos. Yo le llevo un par de años. Cuando comenzó «el asunto» que relataré a continuación, ella acababa de cumplir 17 años. Nuestra relación siempre fue cordial, incluso durante el inicio de la adolescencia se podría decir que fuimos muy cercanos; nos veíamos a menudo, en las actividades familiares, en la escuela en su momento, y en las situaciones comunes de vecinos. 

Un buen día apareció en la puerta de mi casa. Ella sabía que yo había sido un buen estudiante, ejemplar incluso, un promedio aceptable durante todos los años que cursé. De manera que venía a pedirme ayuda, a que le explicara algunos temas. Acepté encantado. Para estudiar nos veíamos a veces en mi casa, a veces en su casa. Nuestra relación poco a poco volvió a hacerse estrecha, como cuando empezamos la adolescencia.

Pronto recordé por qué me había alejado (relativamente) de ella hacía unos años: porque me costaba disimular que me volvía loco cuando estaba tan cerca de mí. Al principio ella no lo notaba. Cada vez se me iba haciendo más difícil contenerme, no delatarme. Pero no soporté demasiado. A la segunda semana le robé una de sus bragas; me la encontré al pie de su cama.

Lo cierto es que Lucy ya se iba dando cuenta de las sensaciones inapropiadas que provocaba en mí. Solapadamente, se fijaba en mi entrepierna y, en ocasiones, se topaba con una erección incipiente. No fue fácil encausar nuestras conversaciones hacia los temas que me interesaban, pues Lucy era una chica más reservada, vergonzosa y un poco sobreprotegida. Llegó a confesarme, sin embargo, algunas de sus escasas experiencias en materia amorosa: que había besado muy pocas veces, que era virgen, que nunca se tocaba y me habló de motivaciones religiosas (no demasiado arraigadas, pero presentes); y que pensaba guardar su virginidad para el matrimonio. Así empecé a proponerle ciertos jueguitos, medio en serio, medio en broma, actividades que empezaban siendo inocentes y paulatinamente se tornaban en otra cosa (incluso me las ingenié para que estas «actividades» tuvieran alguna falsa relación con los tópicos de estudio). Lucy estaba bajando la guardia.

Seguí con mis estrategias. Pero en un momento descubrí que la voluntad de Lucy era casi inquebrantable, y si quería obtener algo directo y concreto de ella tendría que forzarla. A ella la dominaba el pudor, le daba miedo decepcionar a sus padres y el qué dirán.

Ya para ese tiempo, yo había robado tres de sus bombachas (una de ellas incluso estaba sucia, bastante usada). Para llevar a cabo mi plan debía tener en mis manos su teléfono. Cuando estuvimos en su casa, le dije que necesitaba hacer una llamada urgente y que no andaba mi teléfono encima. Ella me lo prestó de buena gana. Cuando empecé a hacer la supuesta llamada telefónica, le dije que era un asunto un poco serio así que me marcharía a hablar al otro salón para tener más privacidad; ella estuvo de acuerdo. En cuanto salí de la habitación, me metí al baño. Desde allí ingresé a su Whatsapp y, haciéndome pasar por ella, envié una serie de mensajes explícitos a mi número, del tipo «Vení que ya quiero estudiar toda tu verga con mi boca», o «Aquí tengo más bombachitas para regalarte». También revisé su galería de fotos. Por desgracia no tenía ninguna foto desnuda, pasada de tono; aunque tenía dos fotos en traje de baño de dos piezas (se veía deliciosa). Supongo que Lucy se había tomado esas fotos en el cambiador de una tienda para comparar con cuál se veía mejor, etcétera, y se olvidó de borrarlas. Las seleccioné y las envié a mi número. Y escribí alguna frase más. Luego saqué mi teléfono del bolsillo y le contesté con frases del tipo: «Uy, sí, putita ya voy para allá». El chantaje estaba listo.

Regresé a la habitación. Aún en ese momento me detuve cerca del umbral; dudé en si debía aprovecharme. Lucy era tan… tierna, tan tenue; y yo estaba a punto de cambiar para siempre su mirada risueña. Pero la pasión y el deseo casi siempre ganan (el capricho tan sólo necesita de una oportunidad razonable para esclavizarnos). La moral, ante un ser como Lucy, se me fue encogiendo hasta desaparecer.

Le entregué el teléfono. Me senté cerca. Saqué mi teléfono para enviarle un mensaje más. «Ya llegué, zorrita». Por supuesto, se extrañó de verme sacar el teléfono, pues supuestamente no lo andaba.

—¿Ya viste lo que me acabás de enviar? Contestame —le dije.

Miró el mensaje, luego la conversación y las fotos. Intentó comprender, decir algo, pero se quedó de piedra por unos segundos, mientras se sonrojaba notablemente. Luego, empezó a preguntar «¿Qué es esto, qué es esto?». Entonces le expliqué, a grandes rasgos, qué favores, simples, buscaba de ella. Después, ya más repuesta del shock (es decir, furibunda), hizo amago de ponerse a llorar, me insultó y dijo que nadie me creería.

—Como recordarás —le dije— tus padres echaron de la casa a Camila hace unos años porque andaba jugueteando con aquel novio que tenía (y con otros más, según escuché), ¿recuerdas a tu hermanita mayor? Creo que si les muestro una conversación como esta y enseño unas bragas que te pertenecen y que están en mi posesión (seguro habrás notado su ausencia), es probable que sospechen (por el historial reciente), que se decepcionen de su otra niña, que te miren con otros ojos. ¿Qué dices? Sólo déjame tomarte unas fotos, Lucy, no será la gran cosa (por el momento).

Sabía que Lucy haría casi cualquier cosa por evitar un bochorno de este tipo. Ella jamás querría que se le relacionara o comparara con su hermana Camila. Y después de su pataleo, de su actuación de indignada, después de la cachetada que me dio y la lluvia de improperios, finalmente aceptó. Cerré la puerta.

Ayudé a desnudarla. Ella temblaba ligeramente (por vergüenza, timidez o expectación). Saqué mi teléfono. Le fui indicando lo que debía hacer, las posiciones que debía adoptar, etcétera. Mi entrepierna palpitaba. Eso fue todo por ese día.

En los días sucesivos, le seguí hablando por whastapp, pues ella evitó mis servicios de «tutor» por el resto de la semana. Me masturbé febrilmente con sus fotos. Pero necesitaba más. Se las pedía. Por supuesto, en principio, ella se negó y argumentaba que ya me había dado lo que buscaba. Así que debí recordarle por qué era mejor que no se negara a mis peticiones. Empezó a enviarme fotos, todas las noches. Yo estaba subiendo al cielo.

Nos volvimos a ver la otra semana, casi los siete días. Nuestro «momento especial» se fue volviendo costumbre: estudiábamos una hora entera, como si no pasara nada; y luego, de pronto, saltaba sobre ella, le levantaba su falda colegial y empezaba a fotografiarla, a olerla, a chupar sus tetas, su cuello, sus axilas, sus pies, a tocar su conchita por encima de la bombacha blanca. A veces la miraba a la cara y descubría que se mordía los labios (aunque de inmediato cambiaba el gesto y simulaba disgusto e incomodidad).

Como dato adicional, debo decir que a Lucy fue muy bien en los exámenes. Después de todo no soy un mal instructor (aunque sí un mal primo).

A la otra semana, con básicamente los mismas amenazas, la obligué a ponerse de rodillas. Ella me repetía que era virgen, que no iba a entregarme su virginidad por nada del mundo. «Sólo necesito que abras la boca, putita». Y así, una y otra vez, penetré su pequeña boca sin pintar hasta inundarla de semen.

En esencia, todo esto sucedía y se repetía. Así transcurrieron dos meses. Ella ya no necesitaba de mis explicaciones y para no levantar sospechas, decidí que nos veríamos en la bodega que está en el patio trasero de mi casa. Nos veíamos cerca de la medianoche. Yo salía de mi casa por la puerta de la cocina. Pero ella debía bajar por un árbol que estaba junto al tejado, desde su habitación que se encontraba en el segundo piso. Salía por la ventana, caminaba por el tejado y subía al árbol. Yo la esperaba abajo.

Una noche decidí que quería sentirla, estar dentro de ella. Se lo dije. Ella insistió en conservar su virginidad. «Sólo hay una posible solución en la que ambos ganamos», le dije con una sonrisa. Ella entendió. No se resistió demasiado. Creo que para esa época quedaba poco de su versión anterior, inocente. Ella misma sostuvo sus nalgas mientras yo bombeaba su culo. Esa noche no soporté mucho tiempo, aunque intenté dominarme. Su ano —estrecho, rosa, dilatándose— parecía extraer de mí cada gota con una facilidad asombrosa. Y sus gemidos contenidos, de vocales alargadas, también debilitaban mi aguante.

Ahora la necesitaba, desesperadamente, todos los días. Fotos, videos, audios, su cuerpo, lo necesitaba todo, siempre. Nunca perdí la capacidad de asombro. Lucy me parecía el ser más maravilloso, desde el primer día hasta el último en que nos vimos.

Aquella noche fatídica había llovido. Sin embargo, nos veríamos. La vi salir, como siempre, sigilosa, por la ventana. Caminó por el tejado. Después sólo recuerdo el sonido de las ramas sacudiéndose, el grito agudo, el golpe seco. Allí estaba su cuerpo inmóvil. Me asusté terriblemente. Le hablé. No respondió. La moví. Pensé en llamar una ambulancia. Vi que las luces de su casa empezaban a encenderse. Allí también estaba su teléfono, alumbrando a su lado. Despavorido, pensando en lo peor, tomé su teléfono y me marché corriendo, cobardemente. Sus padres salieron al patio trasero. La vieron. Pronto llegó la ambulancia. Yo salí de mi casa, junto con el resto de mi familia, con el teléfono de Lucy en el bolsillo. Luego supe que no se pudo hacer nada para salvarla. Se había roto el cuello. Murió en el lugar.

Lloré en su funeral. La recordé. Pensé en que todo era mi culpa. Y sin embargo, entre lágrimas y remordimientos, me masturbé en el baño durante su funeral, viendo las fotos que yo consideraba mis favoritas. Incluso limpié un poco de semen que quedó en uno de mis dedos sobre su ataúd. Su teléfono, medio destruido, lo arrojé a un río (atado a una piedra). Y hoy, como casi todas las noches en que el recuerdo de Lucy me visita, habrá una paja culposa.

1 comentario - La paja culposa

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Eso fue muy triste :'v