La terapia de los inocentes

He vuelto, después de tanto tiempo! Esta historia es ficticia.


Carlos Carreira no tuvo una vida fácil. A sus 19 años había enfrentado dolores muy fuertes, sobre todo en el último tiempo. Hace 3 años, sus padres fallecieron en un confuso siniestro vial en Entre Ríos. Ellos no tenían familia tampoco, eran hijos únicos y sus progenitores murieron antes de que él naciera. Él único lugar disponible para Charly, como lo llamaban sus allegados, era la casa de su amigo Federico. Comprendiendo las trágicas circunstancias, no dudó en aceptar, ni él ni su madre Adriana, quien lo quería como si fuese un segundo hijo. Ambos chicos eran buenos: se portaban bien, eran tranquilos y estudiosos. De hecho, tuvieron muy excelentes promedios al finalizar su escuela secundaria. En lo que no eran tan buenos era en el amor: Federico era un poquito “banana” y tenía noviazgos esporádicos con algunas compañeras; Charly, en cambio, seguía casto y puro, sin ni siquiera haber besado a una chica. Lo afectaba mucho ser rechazado, hasta que un día se dijo “no tengo que andar atrás de nadie”. De esa drástica decisión habían transcurrido 4 años. A pesar de que las clases en la facultad ya habían comenzado, Adriana le sugirió que visite a un psicólogo para que se “afloje” un poco más, ya que en ese ambiente conocería a una variedad de personas, y debía estar preparado para esos nuevos desafíos.“Te recomiendo a una amiga mía; es muy buena y ¡es infalible! Si querés te puedo sacar un turno para la semana que viene” prosiguió Adriana, mientras a Charly le surgió una sonrisa de oreja a oreja. Él asintió con la cabeza.

Jueves 20 de abril. El reloj marcaba las 17 horas. Charly aguardaba sentado en el consultorio, mientras leía “Los árboles mueren de pie” en papel. Ya le había abonado la consulta a la secretaria, que estaba distraída revisando su celular. De repente, una puerta lateral se abre, y de allí sale una chica, muy joven, acompañada por su madre. Ambas estaban sonriendo. Detrás de ella estaba la mujer que cambiaría su vida para siempre: la licenciada Soledad Martel, psicóloga especialista en adolescentes y jóvenes, tal como rezaba la plaqueta pegada en la puerta. Una mujer absolutamente deslumbrante, inteligente, graduada con honores de la universidad; cautivante, casi indescriptible para lo que los inocentes ojos de Charly podían percibir. Él quedó bastante distraído ante ese primer contacto con la licenciada, pero volvió a poner los pies en la tierra cuando ella lo invitó a pasar.
“Contame: ¿por qué estás acá hoy?” preguntó ella, con su hermosa sonrisa, mientras apenas movía sus cabellos castaños.
“Vine porque necesito un cambio radical en mi vida”, respondió el joven, cabizbajo.
“¿Qué querés decir con radical?”
“Siento que no soy feliz: tengo la autoestima muy baja y quiero disfrutar de la vida”, se sinceró, con algunas lágrimas en los ojos.
“¡Me parece perfecto! Eso es lo importante: tomar una determinación de querer mejorar. ¿Querés un poco de agua?”
Él asintió y tomó el vaso con sus manos un poco temblorosas. Semejante presencia en frente suyo lo había dejado knock-out.
“¿Por qué tema te gustaría empezar?” preguntó Soledad, mientras agarraba un pequeño cuaderno y una lapicera. Charly, por su parte, se limpiaba el rostro con un pañuelo.
Dispuesto definitivamente a mejorar, él habló sobre los años en los que fue objeto de burlas y humillaciones, en los que llegaba todos los días llorando a su casa porque sus compañeros lo basureaban. Por obvios motivos, no quiso comentar lo que sucedió con sus padres porque se hubiera quebrado demasiado y tenía que seguir. Con todo eso, se voló esta primera hora. Cuando se hicieron las 6, le agradeció a la mujer por haberlo escuchado y la saludó tímidamente con un beso en la mejilla. Al caminar de vuelta para su casa seguía embobado: jamás le sucedió esto ni con una chica de su escuela. ¿Por qué él tenía ojos para una persona que podría ser su madre? Concluyó que todo debía quedar en el marco de una simple fantasía. El problema es que su cara de felicidad era muy notoria, y Adriana se lo remarcó cuando llegó. Ella intuyó que era por su visita, pero no quiso ahondar en detalles. Al que sí le dijo todo, por una cuestión de confianza, era a Federico.
“¿Qué tal la psicóloga? ¿Te gustó?”, preguntó Federico con intención de gastarlo.
“Sí, creo que me enamoré”, le respondió, aún medio colgado.
“No te creo nada. Vos no estás enamorado, ¡estás caliente!”, le retrucó Federico. “Aparte, la tipa está buenísima; de hecho, hace unos años se fue con nosotros de vacaciones a Brasil, y andaba en bikini en la playa pancha por su casa”, continuó.
“¿Me jodés?”
“No es una joda, ¡mirá!”, siguió Federico con su celular en la mano, en donde se veía a Soledad vistiendo una hermosa bikini blanca que acentuaba sus caderas.
“¿Qué corno están haciendo ustedes a esta hora?”, gritó Adriana, interrumpiendo su conversación. “Mañana se tienen que levantar temprano, que la facultad no es una joda”.
“Estábamos hablando”, respondieron los dos chicos a dúo.
“¿De qué?”
“De pibas”, se mandó al frente Federico, mientras Charly estaba rojo de la vergüenza.
“¿De pibas?” hizo una pausa Adriana. “Duérmanse, por favor, que a las 6:30 llamo. Buenas noches”, finalizó, dando un leve portazo.
“¡Te voy a matar! ¿Estás loco?”, Charly estalló.
“No te ofendas, boludo, tomátelo con soda. No es tan grave”, le decía Federico entre carcajadas.
“Al menos le podrías haber dicho que hablábamos sobre la nanotecnología, ¿no?”
“¡Quedate tranquilo que eso no se lo iba a creer!”

Charly se quedó dormido sin darse cuenta. Su inconsciente le jugó una muy mala pasada. Esa noche tuvo un sueño erótico muy intenso que le provocó una gran culpabilidad y placer. Su psicóloga lo estaba cabalgando, desnuda, gritando su nombre y agarrándolo fuerte del pecho; mientras que él, con su inexperiencia expuesta, trataba de gozar, a pesar de que se horrorizaba ante las imágenes producidas por su sexualidad reprimida. Cuando llegó al orgasmo se despertó, con sus sábanas enchastradas de esperma. Pensó en por qué esas cosas tenían que sucederle a él, sobre todo cuando no se consideraba un ser sexual. Apenas se masturbaba 2 veces al día, pero eso no parecía significarle demasiado. Corrió al baño para ducharse: había transpirado durante el sueño y pequeñas gotas de semen aún corrían por su ingle. Se refregó con jabón hasta remover todos esos fluidos de su cuerpo. Tomó una toalla y se secó. Eran las 6 de la mañana. No faltaba mucho para la hora “oficial” de despertarse así que se quedó levantado, se preparó un café y prendió la televisión en cuanto terminaba de vestirse. Antes de las 8 los dos chicos estaban ingresando a sus respectivas clases en la universidad. Llegaron muy puntualmente porque Adriana los llevaba todos los días en auto. Charly se colgó en clase como consecuencia de ese sueño candente, y sólo levantó la cabeza de su pupitre cuando la profesora pasó lista. De hecho, casi se queda dormido y un compañero lo despertó muy discretamente para que no pasara vergüenza. Ese tropezón duró un día. Los días posteriores él recuperó su activa participación, levantando la mano con frecuencia y entregando algunos trabajos prácticos. En lo que refiere a las otras sesiones con su psicóloga, han continuado con normalidad, en las cuales él siguió develando las pequeñas cosas que lo afligían, sin ponerse a llorar y pudiendo mantener la mirada, cosa que era un logro importante, resaltado por la misma licenciada. Lo que sí le llamó la atención al joven es que la vestimenta de ella era un poco más atrevida: polleras cortas, camisas desabotonadas y anteojos muy sensuales que resaltaban sus ojos verdes, pero no pasó de ahí.

Dos semanas después, el 5 de mayo, en otro punto de la ciudad de San Justo, mientras Charly y Federico estaban en clase, Adriana iba a visitar a una “vieja amiga”. Al menos eso es lo que les había dicho a ellos, pero que no les reveló es que esa “vieja amiga” era Soledad, y que las dos habían sido muy felices en un tiempo pasado, alrededor de 20 años antes, cuando era una especie de “pareja libre” que se juntaba para mantener relaciones sexuales, aunque ambas tenían novios y se habían comprometido con ellos. Uno de los ejes de la conversación era la atracción que Soledad tenía por jovencitos “inocentes”, del cual ya había añadido dos a su prontuario. Detrás del rostro angelical de esta psicóloga se escondía una bomba sexual que podía detonarse en cualquier momento.

“¡A esos dos pibes los saqué buenos, boluda!”, presumía Soledad, en voz baja, con una taza de café en la mano, haciendo referencia a los dos amigos de su hijo Sebastián, a los que les sacó la virginidad el año anterior. “Me hicieron llegar rumores de que no dejan de revolear la chancleta”, siguió comentando, entre risas.

“Digo yo”, la interrumpió Adriana, tratando de contener su risa, pero aparentando estar seria, “¿cuándo te vas a dejar de arrastrar a estos pendejos por la senda de la perdición?”
“Disculpá, pero ellos eligieron perderse. No hay devoluciones, querida”.
“No seas así”, dijo Adriana, antes de estallar. “Me parece tan raro esto. Tenés que cortarla un poco con esto. Sos una persona adulta, y te dedicás a ayudar, ¡no a joder!” le cuestionó.

“Perdón por ser tan liberal, nena, pero así la paso bien. No tengo por qué ir por la vida dando explicaciones. Aparte, sabés cómo soy”, finalizó la licenciada. “¿Cómo anda lo de la fiesta de disfraces?”
“Va a salir muy linda, espero. Igual, faltan dos semanas: es el sábado 20. ¿Vas a venir?”
“Obvio. Me muero por encontrar un poco de carne fresca”, remató Soledad, con una sonrisa lasciva. “¿Los chicos van a estar o es sólo para adultos?”

“Es para mayores de 18, así que ellos van a estar ahí, haciéndome el aguante”. Hay un pequeño silencio, mientras ambas beben sus últimos sorbos de café.
“¡Qué lindos nenes que son! Han crecido muy rápido. Todavía recuerdo cuando nació Federico: siento que fue ayer”.

“Vos no te querrás meter con mi nene, ¿no, maldita? Mirá que todavía es virgen, ¡eh!, y la candidata se la voy a aprobar yo”, dijo Adriana, entre risas, pero dejando salir uno de sus principios más secretos.
“Es lindo tu pibe. Es igual a vos”, comentó Soledad, “pero me muero por el otro chico, mi nuevo paciente. A ese le tengo unas ganas…”

“No seas mala, Charly es muy tímido y necesita mucho amor. Te pido por favor que seas cautelosa. ¡Mirá que ninguno de los dos se saben cuidar!”

“¿Pero eso no se los deberían haber enseñado en la escuela?”
“Sí, pero parece que se pasaron de largo con eso”, subrayó. “Mirá, me tengo que ir a la gestoría, y debo volver para el mediodía. Después seguimos hablando”, se despidió.
“Chau, hasta luego”, dijo Soledad. Ambas salieron una detrás de la otra después de haber abonado sus respectivos cafés y se subieron a sus vehículos. El reloj marcaba las 8:50 en esa mañana de viernes. Estaba soleado y el fin de semana iba a ser aún mejor; al menos todos creían eso hasta el momento.
Sábado, 11 de la mañana. Federico venía arrastrando un par de cajas del altillo. Semanas antes, Charly le venía rompiendo las pelotas por unos viejos VHS que tenía ganas de ver, pero no se animaba a subir solo. Los casetes no contenían nada interesante: apenas una decena de programas viejos e informativos de televisión de 1995, 1997 y 1998, grabados de los canales capitalinos, pero que para este adolescente ingenuo era como sacarse la lotería.
“¡Mirá lo que encontré!” gritaba Federico, que tenía unos guantes blancos puestos para evitar dañar las cintas.
“¡Cuántos casetes!  ¿No querés que te de una mano?”
“No es necesario, gracias. Los limpié y revisé: tienen todo lo que necesitabas. Ahora te falta conseguir una forma de capturarlos y subirlos a Internet”, decía Federico mientras se sacaba los guantes y los golpeaba contra una pared para deshacerse del polvillo.
“Igual, eso es en el largo plazo, no ahora”, contestaba Charly, fascinado, leyendo alguno de los títulos pegados en las etiquetas. Por siempre Mujercitas, Nuevediario, Videomatch, La aventura del hombre, partidos de Francia 1998, entre otros, eran algunas de las cosas que habían sido grabadas, vaya a saber por qué motivo.
“¿Sabés que más encontré? Álbumes de fotos por doquier, la mayoría son de cuando éramos chicos. Pero éste de acá lo tengo reservado para vos” proseguía Federico, tratando de captar su atención con imágenes adorables. Charly seguía ahí, contento como una criatura, rebobinando y avanzando las cintas, procurando encontrar algo de su interés, y justo era el momento en que creyó que nadie más lo molestaría. Federico, ansioso, apartó esas imágenes adorables para decirle, sin utilizar la palabra, la más pura verdad.
“¿Reconocés a este bombón?”, le preguntó, mientras intentaba dilucidar de quien se trataba esa bellísima jovencita de ojos grandes, nariz y labios pequeños, que apenas vestía un camisón traslúcido, que dejaba ver sus pezones.
“Ni idea, pero ¿por qué lleva tan poca ropa?” se asombró Charly, mientras daba vuelta las páginas de este interesante álbum de fotos en blanco y negro de 1995, y veía que en cada página la chica tenía menos ropa, hasta quedar desnuda y expuesta, llevando las manos a sus genitales, mientras se complacía frente a cámara.
“Estas fotos las sacó mamá cuando estudiaba fotografía y era ayudante de una clase de arte en un instituto”, respondió Federico, antes de largar la cruda verdad.
“Son muy lindas fotos, a pesar de que son demasiado explícitas para mi gusto”, aseguró Charly.
“Boludo, ¡usá tu cerebro un momento! Esta chica es Soledad, tu psicóloga. ¿No te diste cuenta?”
“No es ella, se parece”, le devolvió la respuesta el negador.
“Es ella, me lo dijo mamá. ¿O no era esto lo que querías?”
“No sé”, dijo Charly antes de dejar de emitir palabra. Después de esto se encerró en el baño a llorar. Se tranquilizó pronto, pero lo que más culpabilidad le causaba era lo que él sentía, sobre todo cuando en apenas unos días más la encontraría de nuevo. ¿Cómo enfrentaría verla a los ojos sin olvidar esas imágenes eróticas, sin querer posar sus manos en su cuerpo desnudo mientras intenta besarla? Eso no sería una tarea fácil.
Jueves 11 de mayo. “Era hora de tener coraje y entrar por esa puerta a enfrentar mi destino”, se decía Charly en su mente mientras tomaba asiento en la oficina de Soledad. Las prendas de ella eran bastante más holgadas que de costumbre. Su blusa blanca era semitransparente y podía observarse con una cierta posición de la luz del sol que no usaba corpiño. Su falda negra le llegaba hasta las rodillas y tenía puestos zapatos negros de taco alto que hacían ruido. Ni bien se sentó en la silla, ella le sugirió que tal vez deberían ir al diván, para estar más cómodos. Era extraño: hace poco que se conocían y nunca habían tenido la sesión en ese lugar que había pasado de moda.  Charly se acostó en el diván y se puso una almohada en la nuca para no dañarse la espalda. El tema que Soledad eligió para discutir hoy era el de la intimidad… ¿vaya coincidencia, no?

“Es raro que hoy quiera que hablemos de esto, pero esto también me permite visualizar cómo es tu comportamiento social, Charly”, sermonea la licenciada, mientras se cruza de piernas y apenas deja ver que llevaba puesta la bombacha. Charly intenta ignorar esas “señales” y contesta lo que se le preguntó.
“Nunca salí con una chica”
“¿Nunca?”
“Nunca. Es raro que le cuente estas cosas a otra persona que no sean mis amigos, Soledad”, decía él, un poco avergonzado.
“No tenés que sentirte mal por eso. No todos empiezan de la misma forma ni en el mismo momento”
“Lo comprendo, pero en estos días uno se siente extraño cuando no hace las mismas cosas que los demás. De hecho, es una sensación que he tenido toda mi vida”.
“Mirá, todos hacemos cosas que hacen todos, pero cada uno de nosotros hacemos cosas que los demás no hacen. Eso es lo que nos hace distintos, y es bueno. No le des importancia a lo otro”.
“Está bien”

“La licenciada estuvo tomando mucha nota”, pensaba el chico. Era cierto, pero estaba escribiendo otra cosa: su diario íntimo, que lograba disfrazar bien de libreta, en la que explicitaba todas las cosas que ella pretendía de él en la cama, que se las iba a enseñar con paciencia, cuando fuera posible.

“A pesar de no haber salido nunca con una chica, ¿recordás tu primer beso?”
“No”
“¿Por qué no lo recordás? ¿Fue una mala experiencia?” interrogó ella, con una pequeña sonrisa, casi malévola. Él estaba un poco asustado y tartamudeaba, sobre todo cuando se dio cuenta de que a ella se le veían un poco más los pezones a través de la blusa. Sus pequeños pechos eran bellísimos.

“Todavía no di mi primer beso”, respondió él, con un sentimiento extraño en el estómago. Tenía una pequeña erección en los pantalones que por suerte no se notaba mucho, y eso le causaba preocupación. Ambos se quedaron en silencio por algunos segundos hasta que ella alzó la cabeza y vio que eran las 6.
“Disculpá Charly, pero nos hemos quedado sin tiempo. La semana que viene seguimos, ¿está bien?”
“Sí, no hay problema”, contestó, algo mareado.
“No te tiene que dar vergüenza ser como sos”, le dijo ella, mientras le dio un beso cercano a los labios. “Nos vemos el jueves”, finalizó, sonriendo y saludando con la mano antes de cerrar la puerta. Él se fue sonriendo y pensando mientras caminaba las 15 cuadras que separaban el consultorio de la casa. Debía hablar con Federico para pedirle un consejo. Había algo que no le cerraba.
“Me dio un beso casi en la boca, boludo, y me siento con la presión un poco baja. ¿Qué me puede estar pasando?” se preguntó él, mientras le hablaba a Federico, que lo escuchaba detrás de la cortina del baño.

“Puede ser que estés fantaseando demasiado, nene. Tal vez lo del beso fue una imaginación tuya, pero lo de la bombacha es llamativo. Por ahí le gustás, no sé…”, sugirió Federico mientras Charly le pedía que le alcance el jabón.
“Yo, ¿gustándole a una cuarentona? ¿Estás seguro?”
“Todo puede pasar en esta vida, chabón. Hay muchos chicos que pierden la virginidad con veteranas, así que no deberías perder esa chance si se te da”
“¿Qué hago ahora?”
“Hacé como que no sentís nada, por más de que estés a punto de explotar. Aparte, vos sos ubicado, y nunca te propasarías con alguien”
“Es cierto. Ahora pasame las toallas que Adriana se olvidó de ponerlas acá”, le dijo a Federico entre carcajadas. Eran las 8 y media de la noche y cenarían pizza casera. Durante la comida, Adriana les preguntó sobre “la fiesta más famosa del barrio”, como ya habían denominado a esa pequeña reunión que preparaban para la próxima semana.
“¿Ya tienen sus disfraces o los tengo que acompañar a alquilarlos?”
“Mañana mismo voy a ver los sacos, a ver cuánto salen”, dijo Charly, mientras a Federico se le chorreaba el queso entre los dientes.
“¿De qué te vas a disfrazar?”
“De mozo. Voy a servir la comida”
“¡Qué originalidad! ¡Todo para no gastar un peso, vos!”
“¿Y vos, Adriana?”, preguntó Federico, que a veces solía desafiar a su propia madre llamándola por su nombre.
“De la Mujer Maravilla. Todavía tengo el cuerpo para que me entre ese traje”, les respondió, mientras ellos golpeaban la mesa y se reían.
“¡Les voy a dar la chancleta por la cabeza a ustedes dos! ¡No sean malos!”
“Yo me voy a disfrazar de Pablo Mármol”, acotó Federico, mientras Charly seguía riéndose.
“¿Se dan cuenta que siempre son los mismos disfraces? Ahora hay que rogar que nadie se ponga lo mismo o nos cagan la existencia”, comentó Adriana. “Hoy hablé con Soledad y me confirmó que tiene el vestido de vampiresa listo”, añadió.
“¿Soledad? Pensé que ella no iba a venir…”, dijo Charly, mientras Federico le guiñaba el ojo y le daba codazos leves.
“Sí que va a venir. Es mi amiga, y va a acompañarnos. Pórtense bien, por favor se los pido”, les sugirió la señora. Ambos asintieron y levantaron la mesa mientras intentaban no distraerse con una película en la televisión.
“¿De vampiresa? ¡Qué disfraz más raro!”, comentaba Charly en voz baja a Federico, para que Adriana no los oyera.
“Yo sabía que te iba a interesar, pillo”, le decía el otro, riéndose.
“Me tengo que calmar y olvidarme de ella. Ya se me va a pasar. Ahora me lavo los dientes, y a dormir que mañana será otro día”.
La cuenta regresiva hasta la fiesta se había iniciado. Ni bien finalizaron las clases a las 6 de la tarde, Adriana fue a buscar a Charly y lo llevó a que se probara traje y corbata, que por suerte le había quedado bien. Arreglaron con el vendedor que en una semana lo retirarían y le abonarían el dinero. Ahora tan sólo faltaba esperar si el jueves al chico se lo volteaban o no. Trataba de no alimentar su mente de “pensamientos sucios” y concentrarse en sus responsabilidades educativas, pero a veces le era imposible.
Jueves 18 de mayo. ¿La antesala del desastre, de la locura, de la pasión? ¿O tan sólo un día como cualquier otro en las vidas de estos individuos?
El reloj marca las 17. Soledad está vestida de forma muy similar a la última vez, pero con delineador que acentúa sus ojos y un labial rojizo que resalta sus pequeños labios carnosos. Charly entra a la oficina con su pene erecto, oculto entre su jean, después de que esas imágenes se estrellaran contra su cerebro. Va directo al diván, sin consultarle a la licenciada si debía atenderlo allí o en el escritorio. Por lo que se adelanta, proseguirán con el asunto íntimo hoy, pero hasta donde van a llegar es algo que ni ellos saben.
“¿Te masturbás, Charly? Disculpá por la pregunta. Tal vez es demasiado íntima, pero a tu edad es algo muy normal”, se justifica ella, disfrutando la incomodidad de él, que comienza a temblar y a tartamudear un poco.
“¿Por qué viene la pregunta?”, intenta responder él.
“Porque es algo que los chicos de tu edad hacen todo el tiempo, y no tiene nada de malo. De hecho, he encontrado a mi hijo haciéndolo y nunca lo castigué por eso. No te preocupes”, le sonríe ella, quitándose los anteojos de una forma muy sensual y poniéndolos sobre un cajón.
“Sí, me masturbo”, finalmente responde él, tartamudeando.
“¿Lo hacés con mucha frecuencia o esporádicamente?”, interroga ella, mientras su sonrisa lasciva se va agrandando. Ama controlar la situación y que él la obedezca.
“Todos los días, Soledad”, contesta, todavía con tartamudez.
“¿En quién pensás?” El remate final de la licenciada al joven, que gritaría a los mil vientos que piensa en ella, pero por obvias razones éticas, responde otra cosa.
“Miro pornografía; no pienso en alguien particular”
“¿No te gusta alguna modelo o actriz?”
“No”
“No te tiene que dar vergüenza esto, Charly. No estás cometiendo un crimen, sólo estás confiándole tus asuntos más íntimos a alguien que puede ayudarte”, afirma ella, mientras se levanta de la silla y se arrodilla en el suelo, apoyando su mano en una de las piernas de él.
“¿Yo no te gusto?” Esta pregunta hizo estallar el submarino nuclear en la mente de él. Ya no puede pronunciar palabras ni moverse. Sólo tartamudea, mientras ella lo besa en la mejilla y desplaza su boca hasta los labios de él. Sorprendentemente, coloca sus manos en la espalda de él, lo abraza y le brinda calor con sus labios. Como decía el refrán, “las cosas suceden cuando uno menos se lo espera”, y así aconteció con este jovencito que por años quiso ser amado, y la vida hizo que se encontrase con una mujer experta para que lo instruya muy suavemente en las artes amatorias. Después de soltar sus labios, él seguía sonriendo, sin aún poder hablar y con una erección importante en su jean que podía ser apreciada por Soledad, y que ella comienza a acariciar con sus dedos.
“¿Te gusta?”, pregunta ella, con una voz suave y magnética, mirándolo a los ojos, mientras él permanece estático y sus rasgos aniñados lo hacen parecer más ingenuo, según lo que la misma licenciada creía.

“¿Te gusto?”, le vuelve a preguntar, con esa misma voz. Él se sonroja pero no se mueve, sólo asiente con la cabeza. “Y si te gusto, ¿por qué no me lo dijiste antes, nene?”

“Me daba miedo…”, dice él, después de minutos en silencio.
“Basta de tenerle miedo a todo. Cuando cruces esa puerta al irte de acá recordá que vivir con miedo es no vivir”, afirmó ella. “Esto que estoy haciendo ahora con vos es vivir”, continuó, mientras los gemidos de él se incrementaban. “Quiero que seas feliz, que tengas una vida donde logres todo lo que quieras, pero tenés que empezar por algo. Yo empiezo por acá, tu punto más débil y sensible, que es el amor”, finalizó, tras haber estrujado un poco sus genitales sin abrir el cierre del jean.
“Me siento muy raro, Soledad”
“Se llama ‘contacto físico’, y es algo que no es raro para mí. Espero que el sábado a la noche podamos tener más de esto”, le dijo ella guiñándole un ojo. “¿Qué opinás?”

Charly sólo asintió y le dio un beso en la mejilla antes de salir. El reloj marcaba las 18:25 y ya se le estaba haciendo muy tarde. Sonreía mucho en el trayecto a su casa, pero ahora debía pensar en cómo comportarse en la fiesta.
Sábado 20 de mayo. El gran día llegó y todo viene normal en la casa. Se eligió la música, se compraron las cosas necesarias para hacer la comida y se decoró un poco el lugar. Apenas 30 personas iban a estar invitadas a esta fiesta que duraría toda la noche, sólo si la dueña así lo quisiera, jodía Adriana durante los preparativos. A eso de las 21:30 empezaron a arribar los invitados, entre los que se incluían amigos, compañeros de trabajo, algún que otro pariente y algunos de los amigos de Charly y Federico que fueron con ellos a la escuela. La música empezó lenta, para ir climatizando el lugar, muchos clásicos ochentosos y algo de los años ‘90s, pero la temperatura se iba a elevar, no solamente en la pista de baile, sino también en una de las habitaciones, cuando nuestro virgen predilecto sea iniciado por una vampiresa infartante, tal como el mismo Charly la describía en su mente hasta que la vio en persona, alrededor de las 22:30. Él iba y venía llevando bandejas con pizzetas, tartas y hamburguesas, pero de a momentos, se daba un respiro para charlar un poco con Adrián y Mauro, a quienes no veía desde diciembre de 2015 y por fin había logrado contactar. Cuando uno de ellos quiere hablar de la antigua novia de Federico, súbitamente se corta la música y todos se callan al ver el ingreso triunfal de Soledad, la ardiente vampiresa vestida de rojo, con el pelo que le llegaba hasta la mitad de la espalda y esos labios rojos que resaltaban la palidez de su bello rostro. A la primera persona que saludó fue a Adriana, a quien felicitó por la organización de esta fiesta. Luego, se dirigió hacia los jóvenes, que se reían mientras hablaban de las chicas con las que salieron en el pasado. Se silencian y se quedan con la boca abierta al verla pasar.
“¿Cómo les va, chicos?”, pregunta ella, con una voz muy grave.
“Bien, Soledad, ¿cómo estás vos?”, responde Federico, quien se las presenta a los dos nabos como una amiga de su madre.
“Muy bien. ¡Qué bien te queda el disfraz de Mármol, nene! Me suena que por ahí tenés levante hoy, ¡eh!”, le dice al chico, guiñándole un ojo y dejándolo que siga hablando con los otros. Ella se va a la cocina y ellos no le pueden sacan los ojos de encima. Ésta era una de las razones por las que le encantaban los jóvenes: siempre la deseaban en silencio. Quien estaba compenetrado en su tarea de sirviente era Charly, que hablaba con el cocinero sobre una receta de risotto, pero la aparición de Soledad interrumpió su conversación.
“Hola lindo, ¿cómo estás hoy?” lo saludó, con un beso que le quedó marcado en el cachete. Estaba ruborizado y ansioso, nadie nunca lo había llamado así en 19 años.

“Estoy bien, por suerte”, respondió él, tartamudeando.

“¿Qué te dije la otra vez? No tengas más miedo. Yo no muerdo”, contestó ella, en un tono casi maternal, pero a la vez sensual. “Te veo a la 1 de la mañana en tu habitación. No me falles” le susurró al oído. Ella se fue caminando con mucha elegancia y él se quedó petrificado, y el cocinero lo tuvo que despertar porque no respondía a su llamado. A la medianoche no había más comida ni más servicio. Charly se podía tomar un nuevo descanso después de tantas horas de ejercicio y cautela. Justo empezaba el concurso de baile y quería ver quiénes iban a bailar. No era de sorprenderse que Soledad iba a estar allí, para lucir su escultural cuerpo delante de todos los presentes, pero no entró a la pista hasta que no sonó el reggaetón. La música sonaba muy fuerte y Charly sentía que su corazón se paralizaba al verla perrear, sola, con ese vestido que iluminaba de rojo el lugar, brillando en plena oscuridad, sin nadie que le hiciera compañía. Sus movimientos eran tan eróticos que él los tomó como una demostración de las maravillas que esta mujer podía hacer en la cama en apenas instantes. Ella sabía que él la observaba, y le encantaba ser el centro de atención, aunque sea para una sola persona. Cuando finalizó la canción, sus genitales estaban a punto de explotar. Se encerró en el baño y colocó el prepucio debajo del chorro de agua del lavatorio mientras se masturbaba, imaginando cómo serían los delicados movimientos de la lengua de Soledad, recorriendo la cabeza y el tronco de su pene. La cosa duró unos minutos apenas, hasta que alguien tocó la puerta.
“Ocupado”, gritó Charly, sin saber que todo estaba por terminar. La puerta se abrió violentamente y él atinó a guardar su pene dentro del pantalón, pero no le alcanzó el tiempo. Era Soledad, con su mirada perversa y sexual que penetraban los ojos asustados de él, mientras disfrutaba agarrarlo in fraganti autosatisfaciéndose en el baño, en un juego que le sonaba inocente.
“¿Así que no aguantás más? ¿No podés esperar media hora?”, lo acorraló ella, poniéndolo contra la pared.
“Perdón”, le respondió, tartamudeando. “No quise…”
“Me encanta que seas mi esclavo, nene. Me encanta tenerte en mis manos”, prosiguió ella, mientras le acariciaba el pelo y el rostro. “Creo que yo tampoco puedo esperar más. Vamos a tu pieza así estamos más tranquilos”, le insistió. Trataron de ir rápido, sin que ella se pisara el vestido, sobre todo cuando subían las escaleras. Él abrió la puerta y la dejó pasar a ella primero. Encendió la luz por un momento y observaba la decoración, los posters, los muebles, los libros. Lucía como una princesa en ese vestido, pero ninguno de los dos iba a terminar en un cuento de hadas esa noche. Los aguardaba el infierno entre las sábanas. Ella tomó la iniciativa: lo hizo sentarse al costado de la cama mientras lo besaba apasionadamente, tomándolo del cuello con delicadeza con una mano y abriéndose el vestido con la otra. Había quedado completamente desnuda, y él, boquiabierto al ver que su cuerpo era candente, llamativo, fogoso, magnífico, etcétera. Quería ser poseído por esa vampiresa, que le clavara los dientes en el cuello, y que no solo beba su sangre virginal, sino también sus fluidos reproductivos. Ella se arrodilló en el suelo y abrió el cierre del pantalón, tomando el pene con sus suaves dedos y comenzó a ir arriba abajo con su lengua, succionando levemente en el prepucio, que liberaba bastante líquido del placer, y luego en el duro tronco. Él gemía fuertemente y la tomaba del pelo sin lastimarla. Algunos mechones rozaban la ingle y él se los corría para que no los molestaran. No pudo contener más de cinco minutos antes de estallar en su lengua. Ella tragó el semen sin ninguna dificultad, ya que era una de sus prácticas preferidas. Él se disculpó por lo sucedido, pero ella comprendía que los vírgenes no duraban mucho cuando se los estimula por primera vez, por lo que no estaba ofendida.
“Ahora vas a aguantar más”, le susurró ella al oído. Se pusieron más cómodos sobre la cama, donde ella seguía sobre él, pero para que aprendiese cómo complacer a una mujer. Él quería lamer sus pequeños pechos y esos pezones un poco puntiagudos. Ella lo sentía tan suave y estimulante que le permitió hacerlo por un rato. Lo tomaba como si fuera una criatura, sin aprisionarlo, guiándolo con el gusto de la piel. Amaba dominarlo y usarlo a su gusto, y faltaba aún un punto clave: su vagina. Lo introdujo al mundo del clítoris y en cómo tratarlo para que ella goce demasiado. “Movimientos suaves, no lo olvides”, le decía ella, con su vasta experiencia, mientras él ponía sus manos alrededor de la región vaginal para concentrarse en las intensas lamidas, de arriba abajo, intermitentes, permanentes, invasivas, que la enloquecían. Ya había perdido la cordura de tanto placer que ahora sí lo apretaba contra su intimidad para que siga lamiendo. Había logrado que un virgen la haga alcanzar un orgasmo sin utilizar su pene: para ella eso era la gloria y el paso final de sus clases prácticas. Ahora que los dos tuvieron su felicidad por separado, es la hora de la unión, de que esas dos fuerzas revienten a ambos individuos, obteniendo la misma carga sexual producida por cada una de las partes. Charly estaba nervioso, mucho menos que al principio, pero debía ponerse el profiláctico y no sabía cómo hacerlo. Soledad tuvo la gentileza de deslizarlo por el tronco mientras él lo tomaba de la punta.

“Es tan simple como eso”, le dijo para que lo memorice por siempre.

“No vayas muy rápido”, pidió él, teniendo miedo de que pudiese dañarlo.

“Voy a ir más rápido a medida que vea que no te duela, pero no te preocupes. No te quiero hacer daño. Quiero que la pasemos bien”, le aseguró ella, besándolo y acariciándolo. Se sentó despacio sobre el pene erecto enfundado, y lo montó sin apurarse durante algunos minutos, no sin antes preguntar cómo se sentía. No había ni dolores ni dificultades. Él agarró confianza rápido. 10 minutos después, los brazos de ambos estaban entrelazados en sus espaldas, besándose apasionadamente y gimiendo con fuerza, hasta que cayeron tumbados, con el profiláctico lleno que él vació en el inodoro, sabiendo que todos los invitados se habían ido.
“Gracias, Soledad, nunca nadie me hizo sentir tan feliz como vos”, le dijo él al volver.
“D0e nada, y lo volvería a hacer, porque vale la pena”, respondió ella, con los ojos entrecerrados.

Durmieron juntos sin ser molestados, abrazados como si se hubieran amado por décadas. A eso del amanecer, Adriana abrió la puerta y los encontró, pero no quiso molestarlos. Sabiendo las intenciones de Soledad, este final era previsible para ella, así que cerró la puerta silenciosamente y se fue, no sin antes decir “gracias” porque ahora él no iba a sufrir más. Era la redención que le dio la vida después de tanta tragedia.

2 comentarios - La terapia de los inocentes

rom123lopz +1
Que zarpado! Muy buen relato!
eltirijillo
Gracias por el comentario!