Crónicas de la facultad: Un sábado de gloria

¡Hola, Poringa! He vuelto.

Primero que nada, quiero disculparme con los que estuvieron esperando un post mío sin recibirlo. Perdón por la larga espera. Han sido unos meses muy agitados, con muchos cambios. Hay mucho que contarles. Varias cosas que pasaron antes y durante estos diez meses. Disfruten.

Crónicas de la facultad: Un sábado de gloria

Era viernes, pero no cualquier viernes. Era el viernes de la semana en que todos en México son más católicos de la cuenta. Y a pesar de que la universidad es laica, la semana santa es un periodo vacacional por obligación. Una semana que hubiera aprovechado más para salir si varios de sádicos profesores no hubieran pedido reportes y trabajos. Por ello pasé la mayoría de los días de asueto leyendo artículos y tecleando y borrando textos de manera desquiciada. Sólo el miércoles pude beber con mis igualmente sacrílegos amigos, pero el resto de esos días no salí al mundo exterior más que a la tienda de la esquina. A lo mucho también veía series y platicaba con Liz. Y platicando con ella me di cuenta de que yo no era el que lo pasaba mal. Pobre de ella, no sólo tenía que lidiar con la tarea, sino también con la agenda religiosa de la mayoría de su familia y de su comunidad. El ir a las siete de la noche todos los días era el menor de sus problemas.

“Este viernes estuvo peor aún”, me platicaba en los mensajes que leía por el celular. “Hicimos la procesión a la iglesia a pie, tuvimos que ver la recreación de la crucifixión y además había un buen de gente en todas partes. Fue horrible.”

“¿Horrible?, le pregunté irónicamente, pero estamos hablando de nuestro Señor. No puedes hablar así de él.”

“Ya sé, genio. No me refería a eso”, me contestó ligeramente irritada. “O sea, sí estuvo bien, estuvo bello y todo eso, pero terminé muy cansada. Me duelen los pies y estoy toda engentada. Estoy harta.”

“Bueno, si lo pones así suena bastante horrible. ¿No puedes zafarte aunque sea un día, de alguna manera?”

“No sé”, me contestó ella adjuntando un emoji de tristeza.

Sin embargo, pasaron unos cuantos segundos y vi en el chat que ella estaba escribiendo.

“Mañana me tengo que ver con Víctor. Me está enseñando a nadar en el deportivo.”

Hice una mueca al sentir el sabor metálico de los celos en mi garganta. Ese tipo, su ex, con el que había terminado seis meses atrás. El tipo no podía despegarse de ella a pesar de que ya habían terminado hacían seis meses. Por eso yo no podía despegarme de mis celos. Pero bueno, ella lo había aceptado como amigo, por eso me tragué mi orgullo y sólo respondí:

“Oh, mira. Qué bueno. Te puedes dar un respiro.”

“Sí, replicó ella, pero él me dijo que llegáramos al deportivo a las nueve para regresar temprano. Así que aparte de todo voy a tener que madrugar.”

“Qué mal”, le escribí, tratando de ser o al menos parecer empático. “Quizás puedas encontrar otro pretexto.”

“Sí, quizás.” Emoji de tristeza. Y casi al instante otra respuesta. Una que vi venir desde un kilómetro de distancia.

“¿No quieres pasar por mí después de que salga?” Emoji tierno.

“¿En serio? Pensé que ibas a convencer a Víctor de que no llegaran temprano”, le inquiero parte con ironía, parte en serio.

“No creo que quiera”, me responde Liz con una frialdad que siento a través de la pantalla, “no creo que pueda convencerlo. Pero entonces, ¿qué dices? ¿Sí me vas a recoger cuando salga? Por favor.” Emoji tierno.

Recoger. Cielos, con el tiempo que habíamos pasado sin hacerlo, estaba más que dispuesto a re-coger con ella.

“Ja, ja, ja. ¿Entonces me usarás para escaparte de tu familia?”, le digo con intenciones de bromear.

“Qué dramático eres. Si no quieres no, nadie te obliga”, me responde con molestia.

“Yo no dije que no iría por ti. Era una broma”, le escribo para calmar las cosas, pero me doy cuenta tarde de que fue como querer reparar una pared agrietada con un curita.

“Pues yo no estaba bromeando. Si tanto te molesta ir por mí, pues no te molesto más.”

Y sí, así empezó una discusión estúpida que se prolongó por media hora y que no hace falta escribir, sólo basta decir que finalmente nos reconciliamos y sí quedamos para vernos a las doce afuera del deportivo. Y bueno ella se despidió, pues tenía que irse a dormir y ya era más o menos tarde. Bueno, tenía ese tiempo para pensar en cómo iba a pasar el sábado de gloria con Liz. ¿Qué podíamos hacer juntos?


A la mañana siguiente, las calles sufrían la resaca del aniversario de la muerte de nuestro señor. Ningún carro a la vista, ni transeúntes por las aceras. Algunos de ellos eran jóvenes jugando entre ellos, arrojándose cubetadas de agua, divirtiéndose a pesar de que aquello era ilegal. El transporte público estaba igual de abandonado, por lo que mi viaje fue relativamente corto, a pesar del viaje en metro, el viaje en vagoneta y el viaje en camión. Estuve puntual, a las doce del día afuera del deportivo. Liz tardó seis minutos en salir. Llevaba la cabellera negra y húmeda suelta e iba desmaquillada. Me encantaba verla así. Y más aún sin la compañía de su entrometido ex novio.
Al llegar frente a mí me plantó un breve pero firme beso en los labios. En su rostro había una media sonrisa, pero una que era completamente sincera. No como muchas que le había visto en semanas anteriores. Sus ojos oscuros brillaban con una luz que me conmovió por lo que significaba: estaba feliz de verme.

-¿Cómo te fue?- le pregunté con un interés que no expresaba desde hacía tiempo-. ¿Ya nadas como toda una sirena?

-Sí, cómo no- exclamó ella con alegre sarcasmo-. Nado mejor que una piedra, al menos.
-Bueno, pero las piedras no son tan sexys como tú.

Ambos reímos y, de la nada, sentimos reavivada la antigua complicidad que caracterizó los primeros meses de nuestra relación.

-Y bueno, ¿qué tienes planeado?- inquirió Liz mientras caminábamos tomados de la mano-. Espero que sea muy bueno, si no me arrepentiré de incluso haber salido de mi casa, ¿eh?

-Pues eso es una ventaja, porque cualquier cosa es mejor que quedarte en casa, hermosa.

Liz me entornó los ojos, desafiante.

-Yo juzgaré eso.

Había formulado varios planes: cine, comida, paseo por el parque, ir a beber un café o algo más etílico… aunque claro, esos eran planes B a Z por si el plan A no funcionaba. Como Liz había dicho, ella juzgaría. El viaje fue breve, pero muy ameno. La plática fluyó tan bien como el agua por una garganta sedienta. Justo como antes. Decidí aprovechar esos momentos en los que nuestros conflictos parecían arreglados de la nada. Bajamos del camión y caminamos un par de cuadras, entre las calles que daban a la avenida por la cual habíamos viajado por veinte minutos. Después de cinco minutos de caminata, llegamos al destino final. La cara de Liz delataba la divertida sorpresa, el bochorno y la exasperación que la embargó en ese momento.

-¿Es en serio?- Preguntó ella en tono de burla-. ¿Este es tu brillante plan?

-Bueno, sí- mi sinceridad la dejó perpleja por unos instantes-. Hace calor, y ha sido una semana medio pesada para ti, así que podemos pasar a dormir…

-¡Ja! Claro, dormir- Liz remarcó el dormir haciendo unas sarcásticas comillas con sus dedos, pero no lucía molesta-. Ya conozco tus mañas, R…

-Bueno, si quieres no entramos y ya- repliqué, tratando de ocultar mi ansiedad cuando vi en su rostro bonito un gesto de duda-. Tú decides.

Mi pareja hizo un gesto de incredulidad, pero no dijo nada. Se quedó callada por unos cuantos segundos. Exhaló en un suspiro que simulaba ser de exasperación, y finalmente sonrió. Estaba sonrojada, pero no por el calor.

-Está bien- aceptó ella, con las manos sobre sus caderas, tratando de hacer sonar su voz irritada-. Pero sólo vamos a dormir, ¿eh?

-Lo que usted mande, señorita- contesté más alegre que un perro revolcándose en el pasto.

Tomados de la mano, nos dirigimos a la entrada del pequeño y acogedor motel.


Nos dieron la habitación 302. Supongo que nos mandaron tan alto porque no querían que molestáramos a los demás inquilinos con nuestro ruido, ruido que era muy probable que haríamos. Decidimos tomar el elevador. En silencio esperamos a que se abrieran. Era un silencio expectante y estimulante. Cuando llegó el aparato, sentí cómo la expectativa crecía. Dentro del cubículo, mientras ascendíamos, nos abrazamos, para sentir el frío sudor y el latente calor de nuestros cuerpos. Nos besamos con suavidad no exenta de pasión, tanteando nuestro deseo. Mi mano, de estar posada sobre su cintura bajó suavemente hasta posarse en su nalga y comenzar a acariciarla y apretarla sobre el pantalón. Liz, ni tarda ni perezosa, quitó mi tentáculo de su retaguardia, sólo para terminar posándola sobre su carnoso pecho izquierdo. Terminamos hechos una maraña de besos húmedos y caricias lascivas al instante. Nuestra intensidad y pasión fue tal que las puertas se habían abierto ya en el tercer piso y nosotros ni en cuenta. El carraspeo de la mucama que esperaba fuera del elevador interrumpió nuestro faje. “Es lo mismo todos los malditos días”, decía la mirada cansina de la madura mujer. Liz y yo nos separamos y salimos raudamente al pasillo, disculpándonos. La mucama se perdió tras las puertas, momento en que comenzamos a reír. En mi entrepierna se levantaba una rugiente erección, mientras que en el rostro de Liz había una crispada expresión, rogando en silencio que le metiera más que la mano.

Corriendo nos dirigimos a la habitación al final del pasillo y nos metimos entre risas y cachondeos. Nuestras mochilas volaron hacia una esquina de la habitación bañada por los cálidos rayos del sol. Bañada en luz, la cama, parecía rogar porque la usáramos de una puta vez, pues era un regalo divino. Nos besamos locamente una vez más.

-No vamos a dormir, ¿verdad?- preguntó mi pareja con un susurro agitado.

Mi lengua acariciando la suya fue respuesta suficiente. En mi saliva saboreó el deseo de poseerla, y al percibir ese sabor su cuerpo quedó a mi completa disposición. De su cabellera mojada, pasando por su cintura y más abajo, mis dedos le acariciarono sensualmente. Mis labios hambrientos alternaban entre sus labios y su cuello. Mi erección se clavaba justo en su vientre deseando no tener ninguna barrera de tela de por medio. Mis dedos no tardaron en colarse por entre su blusa, acariciando la tersa piel de Liz, perlada de refrescante sudor frío. La chica profirió un sorprendido jadeo cuando desabroché su brasier, haciendo que sus perfectas tetas fueran víctimas de la gravedad una vez más. Soltó otro gemido melifluo cuando mis dedos apresaron uno de sus pechos y comenzaron a masajearlo. Su pezón se le endureció al simple contacto. Como agradecimiento, Liz empezó a palpar mi enhiesto miembro.

-¿Quieres que te la chupe?- me preguntó ella al oído con voz dócil por la lujuria-. Te dejo que te vengas en mi boca…

Mi mano se deslizó por su entrepierna. Una deliciosa humedad se sentía a través del algodón de su pantalón. Liz soltó un jadeo más alto cuando acaricié su carne íntima.

-Tú primero- le susurré al oído.

Recosté a mi amante en esquina de la cama y con una ruda delicadeza me deshice de sus pantalones. Liz se mordía el labio inferior mientras me dedicaba una lasciva mirada. Sus sensuales y delgados muslos morenos temblaron de necesidad mientras me hincaba ante ella, como si fuera santa de mi devoción. Con delicadeza mis dedos surcaron su vientre para terminar sobre su vulva cubierta por encaje rosa. Liz disfrutó de aquel toque sin inhibiciones, pero le esperaba mucho más. Un momento después tiraba de su humedecida tanga rosa para ponérsela de tobillera. Liz me puso sus tersas piernas de orejeras, deseando obtener una ofrenda que no olvidaría. A pesar de que su feminidad estaba lista y dispuesta para mí, comencé besando y lamiendo la parte interna de sus muslos, pasando sus ingles y aspirando el dulce y penetrante olor de su pubis depilado, haciéndola desear el momento en que…

-¡Ya deja de jugar!- Mi chica guió bruscamente mi cabeza hacia su ser. Reí en mis adentros al recibir aquella deseada señal.

Inicié con pequeños lengüetazos que degeneraron muy pronto en una auténtica comida de coño. El sabor de su vulva, cálida e inflamada, y sus néctares me embriagaban. Mientras Liz gemía por lo bajo, sosteniendo mi cabeza con firmeza, sin decidirse si acariciar mi cabello o tirar de él en gesto de éxtasis. Todo su ser temblaba, imbuido por una corriente de excitación y deseo, cuando lamía su clítoris con todas las habilidades orales que poseía. Aquellos minutos pasaron entre melódicos jadeos.

-Espera, espera, espera- interrumpió abruptamente Liz entre risas sin aliento, tirando de mi cabeza, ahora hacia atrás-. Espérame un poco.

-¿Qué pasó?- le cuestioné, extrañado, desenredándome de sus piernas y dejándola libre. Sus ricos jugos me empapaban la boca.

Liz se incorporó y permaneció sentada frente a mí, ruborizada y riendo. Dudó un poco antes de contestar:

-Tengo que ir al baño…

Mi risa acompañó la suya. Le ayudé a incorporarse. Frente a frente, la excitación, no disuelta del todo, nos incitó a besarnos desenfrenadamente. Liz probó su propio gusto en mis labios. Mi mano apresó como una trampa su nalga, mientras la de ella se aferraba a la prominente erección que amenazaba con reventar mis pantalones. Cuando las cosas estuvieron por calentarse de nuevo, mi pareja me alejó con suavidad. "De verdad tengo que ir”, me repitió, observándome con una sonrisa avergonzada. Asentí, también sonriendo. Liz se subió su tanga y, después de considerarlo un rato, se deshizo de su blusa de cuadros, arrojándola hacia mi cara. Trató de correr al tocador mientras reía, pero su travesura no quedó impune pues le propiné una nalgada que, a pesar de no ser tan fuerte, resonó en la habitación silenciosa. Ella se volvió con una expresión escandalizada de diversión, irritación y lujuria.

-¡No! ¡Espera!- Fue lo único que dijo antes de desaparecer tras la puerta del baño.

Los minutos que estuvo Liz en el baño los aproveché para quitarme los zapatos y sacar los condones que siempre traía conmigo en mi mochila. Revisaba mi celular cuando ella volvió a la habitación. Vestida sólo con su lencería se acercó hacia mí, caminado con gracia sensual y felina, mientras yo fingía tener clavada la vista en el aparato. Liz lo tomó, tapando la pantalla y lo alejó de mi vista.

-¿Qué pasa?- Le pregunté, fingiendo distracción, con una expresión de sátiro en mi cara.

-No te distraigas- en su voz había reproche fingido-. Tú me trajiste aquí y me tienes que cumplir, ¿sí?

-Lo que usted ordene- le confirmé mientras le acariciaba la espalda baja y las caderas.- Nadie dijo que te ibas de aquí con las ganas.

Liz hizo un cómico gesto con la cara mientras se encogía de hombros y alzaba las palmas al cielo. “¿Y luego?”, decía ese gesto. La respuesta fue comerle la boca y rodear su cintura con mis brazos, mientras ella se afianzaba a mi nuca. No falta decir que nos prendimos casi al instante. Terminamos contra una pared, hechos un manojo húmedo y ansioso de caricias, besos y mordiscos. Mi pantalón fue abierto y mi palpitante verga fue extraída con la precisión de las manos de Liz. Nos contemplamos con intensidad por un instante, evaluando el efecto de nuestras caricias en el otro. Yo, con la espalda contra la pared, mientras Liz comenzaba a masajear mi espada con ambas manos. En su rostro sólo había una expresión de diversión y sensual malicia, que denotaba cómo gozaba del tacto de mis manos alzando su brasier para disfrutar de sus redondas y perfectas tetas. Ella paró sus caricias manuales para desabotonarme la camisa y comenzar a besarme el torso, bajando poco a poco, para anticipar su llegada a mi entrepierna. La sorpresa y el gusto me invadieron en el instante en que Liz, hincada frente a mí, comenzó a besar aquella parte de mí que deseaba saborear, primero con suavidad y timidez, para luego llevársela entera a la boca. Saboreaba mi masculinidad, pasando la lengua suavemente por toda su extensión. En agradecimiento, mi palma se posó sobre su mejilla para acariciársela con el pulgar. La imagen de Liz mirándome a los ojos con mi miembro llenándole la boca me explotó la cabeza. Mi chica estuvo dándole unos deliciosos minutos que gocé, pero de un momento a otro bajó la intensidad hasta detenerse. Se incorporó frente a mí y posó sus labios sobre los míos. Fui yo al que le tocó degustar su propio sabor.

-¿Quieres metérmela ya?- Preguntó ella en mi oído, con un susurró sensual-. Porque yo ya te quiero adentro de mí…

Uno de mis bazos le rodeó la cintura y la mano restante comenzó a acariciarle una de sus pequeñas y bien formadas nalgas.

-Te voy a dar durísimo, hasta que digas basta- le susurré al oído

Me miró con una expresión que decía “Cógeme”, pero yo le propiné una nalgada suave. Liz gimió de aprobación. Le di otra un poco más fuerte y ella jadeó complacida. Una más fuerte y Liz exclamó de dolor y de excitación. Entonces le propiné una más fuerte que las anteriores.

-¡Ay!- se quejó la chica, con voz ligeramente irritada-. Oye, esa sí me dolió.

-Pues si no te estaba acariciando- le respondí sardónicamente, para luego hacer un ademán de querer nalguearla una vez más.

-No te atrevas- ordenó Liz, pero al ver que mi mano se mantenía arriba, me amenazó-. Te lo advierto, ¿eh?

Dejé caer la mano, Liz se preparó para un impacto que no llegó. Me había limitado a sobarle su castigado trasero.

-Chistosito- me recriminó ella, besándome la barbilla.

-Pero te gustó, ¿no?

Volví a besarle los labios antes de rodearle el trasero con los brazos y alzarla en el aire. Sus piernas se anudaron a mi torso, así como sus brazos a mi nuca con sus brazos. Unos plácidos minutos pasaron antes de que me dirigiera a la cama con mi amante en brazos para depositar su sensual cuerpecito en el colchón. La luz dorada del sol bañaba la piel parda y brillante de su torso a casi desnudo. Sus piernas se abrían para mí, recibiéndome, deseando que penetrara dentro de su ser, dedicándome una sonrisa anhelante. Quería poseerla, pero me di el gusto de hacerla esperar, descubriendo sus pechos y hartándome de lamer y mordisquear sus pezones oscuros y erectos.

-Amorcito- rogó mi amante con voz quejumbrosa-. Ya métemela…

Era la señal necesaria para quitarme la camisa y los pantalones, con todo y bóxers. Acaricié su intimidad por sobre la tela una última vez. Corrí su tanga a un lado para sentirnos de aquella manera que tanto nos encantaba.

-¡Ah!- Liz profirió un jadeo de sorpresa y éxtasis cuando mi miembro comenzó a penetrarla poco a poco-. Sí, sí…

Estaba deliciosamente húmeda, y su cálido interior me recibió de buena gana, como si me hubiera extrañado en esa larga ausencia. Valía la pena dejarse llevar por las sensaciones. Después de unos suaves caderazos para que Liz se acostumbrara a tenerme dentro de ella, empecé a penetrarla con un ritmo más acelerado. Ella atrajo mi rostro al suyo. Respiramos el aliento y los jadeos del otro, mientras la luz del sol nos bañaba a los dos.

-Se… se siente tan rico- declaró ella entrecortadamente, mientras me rodeaba la nuca con sus brazos una vez más. Su rostro se contraía de placer-. Te sientes… tan grande.

Sonreí agradeciendo su halago.

-Apenas vamos empezando, hermosa.

Liz sólo pudo sonreír y pasarme la lengua por los labios. Después de un rato, mis caderazos adquirieron más cadencia. Mi verga endurecida se introducía en su interior sin dar tregua. Nuestros jadeos y gemidos rivalizaban en volumen con el palmeo coital de nuestros cuerpos. Llené el torso y los pechos de mi chica con húmedos besos mientras ella me atraía a su cuerpo.

-Oh… O-oye, amorcito- me llamó Liz con desconcertante ternura en un susurro entrecortado por la fuerza de mis combazos.

-¿Qué pasa, hermosa?- Le correspondí la ternura, pero casi sin aliento. Me detuve un par de segundos para alzarle las piernas hasta que sus rodillas casi tocaron sus pechos. Volví a penetrarla y esta vez llegué más profundo. Liz soltó un ligero alarido de gusto.

-¿Pue-puedes… puedes bajar…? Ay, sí- comenzó a decir ella entre gemidos, sin poder concluir. Estaba gozando de lo lindo-. ¿Puedes… bajar la persiana? P-por favor… Ay, dios…

Estábamos demasiado ocupados cogiendo para preocuparnos de las quemaduras solares. Tanto que me entretuve llevando mi miembro a los rincones más ocultos de su intimidad antes de acatar su petición. Nos separamos y me dispuse a bajar las jodidas persianas lo más rápido que pude. Cuando me volví de nuevo hacia mi pareja, vi que ella estaba de pie, quitándose lo que le quedaba de ropa sobre el torso, dejándola caer al piso como si no valiera nada. Me tomó de la mano y me guió a la cama, empujándome para quedar sentado al borde de ésta. Incluso en la penumbra pude ver el brillo lujurioso en sus ojos cuando, Sin mediar palabra, la chica se hincó ante mí y, sin previo aviso, tomó mi pene endurecido para pajearme vigorosamente. Los néctares de Liz fueron el lubricante perfecto. La exaltación me embargó cuando Liz se llevó mi verga a su dulce boca una vez más y comenzó a chupármela con un gusto desconcertante. Estaba completamente concentrada en tragarse mi miembro y aquello fue delicioso. Sentía mi glande en lo más hondo de su garganta. Gruesas lágrimas rodaban por sus mejillas, pero Liz no cedía. Sólo se paró en seco para tomar sus rebosantes y perfectos pechos con sus manos y apresar con ellos mi virilidad. Su torso iba en un vaivén deleitante, mientras me masturbaba con sus pechos. Sin perder tiempo, mi amante recibió con su boca la parte de mi pene que sobresalía de entre sus pechos. El placer que eso me propició su trabajito fue indescriptible. Fueron un par de minutos celestiales, que fueron abruptamente terminados.

-¡Ay! ¡¿Pero qué carajos?¡-Sólo pude soltar un alarido de sorpresa y dolor cuando sentí la mordida de Liz cerrarse sobre mi glande. Me medio incorporé como impulsado por un fuelle-. ¿Qué te pasa?

-Me la debías- sentenció secamente Liz, mientras profería una risita sofocada, tomando distancia-. Por las nalgadas.

-¡Pero me dolió un chingo!

-Pues no te estaba acariciando- declaró Liz poniendo los ojos en blanco, limpiándose las lágrimas con el dorso de la mano-. Además no exageres. Ni te mordí fuerte.

Era cierto. Sólo había sido un ligero mordisco, pero al tratarse de una zona muy sensible, la sensación se triplicó.

-Pero no jodas…

-Ay, ya- exclamó ella, hastiada pero con una sonrisa en los labios-. No seas exagerado. Ven, te sobo.
Dicho eso, volvió a meterse mi verga en la boca para mamármela otra vez, y ésta volvió a adquirir su dureza en un par de segundos.

-¿Mejor?- preguntó mi amante con un risueño sarcasmo, mientras se limpiaba la saliva de los labios.

-Vas a ver, ¿eh?- Le advertí, aunque el hecho de estar jadeando no me dio mucha credibilidad.

“Ajá, sí, lo que digas”, o al menos eso fue lo que le entendí, porque no dejó de hacerme el oral para hablar.

Después de unos minutos, Liz paró en seco y mi verga abandonó su boca. En sus ojos leí el deseo de sentirme de otra manera. Se incorporó para volverse de espaldas y mostrar las suaves curvas de su figura y de su pequeño pero bien formado culo. Entendí sus intenciones y corrí su tanga a un lado. Al instante, ella tomó mi miembro, y bajó las caderas para dirigirlo a dónde ella lo quería. El gusto que me dio estar de nuevo dentro de mi chica fue inmenso, pero no era el único que lo gozaba. Cuando Liz se inclinó hacia el frente y comenzó a subir y bajar sus caderas, noté que estaba más húmeda y cálida que antes. Se dejó ir con todo, penetrándose ella a su gusto, mientras nuestros cuerpos, perlados de sudor y temblando de placer se encontraban con cada vaivén de caderas.

Después de unos deliciosos, pero fugaces minutos, Liz no pudo dar más, y permaneció posada sobre mí, sin aliento. Tuve que pasarle un brazo por el torso para que no cayera de bruces.

-Ya… ya me cansé… no puedo…

Le ayudé a ponerse de pie de nuevo, y después de unos apasionados besos, hice que se recostara sobre la cama. Boca abajo.

-¿Qué me vas a hacer?- cuestionó Liz con la voz ahogada por el acolchado, mientras le besaba la espalda.

-Ya verás- me limité a responder con voz grave.

Yo todavía estaba a palo. Tenía la sensación de poder seguir así por horas y no estaba dispuesto a dejarla con las ganas. Se lo había prometido. Me senté a horcajadas sobre ella, acariciando la tersa piel de sus caderas y sus nalgas. Sin perder tiempo, corrí de nuevo la tanga de Liz a un lado y dirigí mi virilidad a su inflamada y mojada vagina. Una vez más, mi chica soltó un profundo jadeo al sentirse penetrada. No pasó mucho rato para que mis caderazos tomaran un ritmo constante, casi desenfrenado. Sus nalgas adquirieron un lindo rubor después de un par de nalgadas. Liz no hizo más que morder la almohada y gemir desaforadamente. Liz anunció su clímax arqueando la espalda sensualmente y poniendo los ojos en blanco. Sus manos estrujaban las cobijas.

-¡Ay, dios!- fue lo único que logró pronunciar antes de deshacerse en un coro de entrecortados dulces gemidos.

Por unos instantes, permanecí sobre ella, sintiendo los efectos del orgasmo en su pequeño cuerpo, mientras acariciaba la piel de su espalda, vuelta piel de gallina. No pasó mucho tiempo para que ella, posando una mano sobre mi rodilla, me pidiera que me recostara a lado de ella. Al salir de Liz, mi verga estaba bañada por sus deliciosos néctares. Y muy, pero que muy dura. Tenía tantas ganas de seguir, pero por el momento no era factible. Liz parecía agotada, pero al recostarme a su lado y poder ver su rostro, me di cuenta de que también estaba contenta. Mi amante se posó sobre mí y me dio un par de húmedos y lánguidos besos.

-Tiempo… pido descanso- declaró ella, con voz cansina.

Rió y, después de unos instantes, quedó completamente dormida. Por mi parte, estaba seguro de que el sueño me alcanzaría a mí también, por lo que sólo rodeé el cuerpo de Liz con un brazo y me dispuse a dormir, a pesar de que mi erección todavía palpitaba ansiosamente a lado del muslo de Liz, deseándola.


Desperté, sintiéndome pesado y acalorado, como si hubiera estado media hora en una sauna. Lo primero que me extrañó fue sentir un ligero y húmedo peso en mi cara. Cuando me incorporé, el peso cayó sobre mi pecho. Puse los ojos en blanco y reí ligeramente al ver que era la tanga de Liz. Quise reclamarle, pero me encontré solo en medio de la enorme cama del hotel. Desde el baño llegaron rumores del agua del retrete corriendo por las cañerías. Acto seguido, Liz entró en escena. Al sólo contemplarla completamente desnuda y con la larga melena suelta sobre los hombros, mi miembro se inflamó, como si le vertieran acero fundido. Ella se percató de mi mirada y de lo que se alzaba en mi entrepierna.

-Creí que seguías roncando- comentó de pie frente a la cama. Al ver su prenda en mi mano agregó-. ¿Te gustó mi sorpresa?

Estiré su tanga y se la lancé como si de una liga se tratara. Liz no pudo cubrirse a tiempo y le cayó en plena cara antes de perderse en el piso.

-Me encantó- repliqué, riendo levemente.

-Ya me di cuenta- afirmó ella, entre risas, tomando una almohada para lanzármela a la cara.

Repelí el ataque y en represalia me lancé sobre ella como un tigre para arrastrarla a la cama. Forcejeamos entre risas y sábanas por unos momentos antes de terminar recostados de cuchara.

-Qué bueno que te despertaste, porque me estaba aburriendo- dijo Liz mientras se reclinaba sobre mí-. Estaba pensando en cómo despertarte.

-¿Se te ocurrió alguna manera?- le pregunté jocosamente.

Liz lo meditó unos segundos.

-Chupándotela- respondió.

Volvimos a reír. Esta vez con más ganas.

-Así sí me despertaba al instante y de buen humor- le susurré al oído, riendo. Y Liz también lo hacía.
Sin embargo eran mis manos, que se deslizaban por la piel fresca de sus caderas hasta su hombro, las que la habían provocado. Liz se rejuntó más al mío, aplastando mi bulto con su culo.

-Y si yo despertara con eso atrás de mí, sería muy feliz- afirmó Liz con voz lánguida y sensual-. Claro, sólo si me lo pusieran en donde lo quiero…

Acaricié sus pechos con tentadora lentitud como respuesta. Sus pezones de nuevo se pusieron durísimos. Cubrí de besos la piel de sus hombros. A la par, mi mano descendió por su cuerpo para ofrecerle un tributo de caricias a sus nalgas. Mi mano descendió más y se encontró con que Liz estaba más que húmeda, lo cual me llenó de salvaje júbilo. Liz lanzaba pequeños pujidos de placer, pero cuando comencé a acariciar su empapada vulva se estremeció y comenzó a gemir por lo bajo. El contoneo de sus caderas estimulaba a mi miembro atrapado entre sus nalgas. La calentura nos prendió al instante. No hubo más remedio que darle a Liz unas ligeras caricias a su inflamado clítoris antes de poner mi verga donde ella la quería. Incluso levantó su pierna y la apoyó sobre mi cadera para darnos paso libre. En un parpadeo nuestros sexos se unieron de nuevo y la sensación fue más deliciosa que antes. Liz estaba prácticamente escurriendo, por lo que empezamos a darle de manera acompasada, sin prisas, disfrutando de las sensaciones y llenando la habitación con una orquesta de gemidos, donde el palmeo de sus nalgas impactando contra mis caderas era la percusión perfecta. La mano de mi pareja descendió hacia su entrepierna, para poder acariciarse en aquella parte de su ser que anhelaba ser acariciaba, mientras que yo atendía sus pechos con la misma pasión. Unos minutos después, el cuerpo de Liz se tensaba presa de una potente sensación. Su piel se erizó y su espalda se arqueó de gusto. De su boca manaron dulces jadeos y una que otra maldición. Sentí su cuerpo temblar contra el mío, mientras gozaba su orgasmo. La dejé reposar unos momentos, antes de preguntarle, con el miembro todavía al palo:

-¿Quieres más, amorcito?

Liz no dijo nada, ni siquiera se volvió. Sólo se limitó a asentir lentamente. Me pidió que me recostara boca arriba. Liz, con una agilidad felina se posó sobre mí, montándome. En su rostro se vislumbraba una extraña expresión entre serena y crispada por la calentura. Sentada a horcajadas sobre mis muslos, Liz tomó mi miembro endurecido y comenzó a acariciarlo con delicadeza, sobando mi glande que goteaba de satisfacción.

-Cuando tú quieras, ¿eh?- le comenté sarcásticamente a mi pareja.

-¡Qué impaciente eres!- Exclamó Liz, sonriendo de oreja a oreja-. Eres incorregible, dios mío.

Un grueso hilo de saliva cayó de la boca de Liz a mi miembro, y ella lo usó para lubricarme, a pesar de que ella estaba de nuevo empapada por el deseo. Elevó sus caderas y posicionó su carne íntima con la mía, acariciándose y acariciándome a la par. Nuestras respiraciones, agitadas, ansiosas se complementaron cuando Liz me llevó dentro de ella. Un suspiro de gozo escapó de sus labios. Ya teniendo mi miembro dentro de su sexo, Liz comenzó a contonear las caderas de manera suave y sincopada. Sentir las leves contracciones de su interior estrechando mi pene me enloquecía. Fue como si la parte más inconsciente y animal de Liz deseara culminar aquel ancestral acto como se suponía que debía acabar. Y a mi parte más inconsciente y animal no le faltaban ganas regar mi orgasmo dentro de ella. Poco a poco la chica comenzó a contonearse con mayor intensidad. Liz comenzó a deshacerse en gemidos, mientras yo me limitaba a acariciar sus pechos bamboleantes.

-¿Así te gusta? –Me preguntó Liz con voz agitada y embriagada por las sensaciones-. ¿Así te gusta que me la meta, amorcito?

Mi respuesta inmediata fue asirla de las caderas y comenzar a mover mis caderas, acoplándome a sus combazos.

-Así me gusta, amorcito- afirmé gravemente. Nuestros cuerpos palmeaban por la fuerza de nuestras batidas. Nuestros gemidos llenaron el cuarto, llevando los sonidos de nuestra lujuria a las habitaciones vecinas. Mi mente quedó en blanco y las sensaciones me dominaron. Poco a poco sentí que el orgasmo se acercaba. Mi mente estaba casi en blanco. Sólo podía pensar en Liz y cómo gozaba conmigo. En era su amante.

Estaba a punto de venirme. Es más, rogaba por venirme de una vez y regalarme mi orgasmo a Liz, pero…

-¡Ay, dios!- exclamó Liz de repente, quedándose quieta sobre mí, con los ojos cerrados y con un gesto de doloroso placer en el rostro. Su mano estrujaba uno de sus turgentes pechos, mientras que la otra había descendido a su entrepierna y acariciaba su clítoris una vez más, con frenesí-. ¡Ah! ¡Ay… sí!

Los segundos de silencio se disolvieron en los coros de dulces gemidos que les siguieron. Su cara se torció en un divino gesto de placer. El cuerpo de Liz volvió a estremecerse sobre el mío. La sensación de la vagina de mi pareja contrayéndose espasmódicamente en torno a mi pene fue deliciosa, pero no lo suficiente para llevarme al orgasmo. Liz permaneció sobre mí por unos momentos, mientras la serenidad regresaba a su ser y a su rostro. Eventualmente abrió los ojos y en ellos pude ver satisfacción. Su expresión me fascinó. Finalmente, Liz se tumbó a mi lado, mirando hacia el techo y con una cuasi sonrisa en sus labios.

-¿No tienes hambre?- preguntó ella con voz agitada-. Yo sí. ¡Dios! Muero de hambre.

Ese sábado definitivamente estaba siendo de gloria. ¿Podía tornarse mejor?

tetona

Este relato continuará.


Gracias por leer.

1 comentario - Crónicas de la facultad: Un sábado de gloria

troncoblando +1
excelente! hacía tiempo que no leía algo tan bien redactado! +10