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Madrastra e hijastro deciden casarse después de ir al Cine

—¿Te gusta la peli, papi?—preguntó la joven madrastra, sonriendo con picardía.


—Mmh, sip—contestó el adolescente, sin quitar la vista de la pantalla grande.

La luz tenue del cine se reflejaba en sus caras. Ella, con la piel suave y brillante, vestida con una blusa ajustada que resaltaba su busto generoso, y el muchacho, de 18 recién cumplidos, con el ceño fruncido de concentración. Había salido temprano del instituto y la noche prometía ser perfecta. Había estudiado duro para sus exámenes y, por fin, los resultados habían salido. Había pasado con nota, y su madrastra le había prometido ese regalo.Ella le sonrió de nuevo, acomodando la falda que se le subía por las piernas cruzadas.

El joven no podía evitar sentir la tensión en el ambiente. Sus ojos se deslizaron por el escote de la blusa, el escote que cada mañana le acompañaba al desayuno con su padrastro, y que ahora le ofrecía una visión que no podía rechazar. Ella se rió, al parecer leyendo su mente.

—¿Necesitas un descanso, mi vida?—preguntó, levantando la pierna y acariciando suavemente el muslo del joven con el tacón de su zapato.

—No, no—mintió el muchacho, tragando saliva—. Está buena, de verdad.

De repente, la madrastra se levantó.

—Voy al baño, no me demoro—dijo, dándole un beso en la mejilla.

El joven la miró irse, la falda acentuando la curva de sus caderas. Ella desapareció por el pasillo y el chico se concentró de nuevo en la pantalla, intentando reprimir sus pensamientos.

Pero la curiosidad lo corroyó. Minutos pasaron y la madrastra no volvía. El joven no resistió la tentación de levantarse e ir a buscarla. El pasillo vacío le dio la sensación de que hacía algo malo, que no debía, que podrían descubrirlo. Pero la preocupación era más grande que el miedo.

Cuando se acercó al baño de las damas, escuchó ruidos sospechosos. Un jadeo ahogado, un suave chasquido de labios... Se detuvo, la duda en su cara. Sin pensarlo dos veces, empujó la puerta.

Adentro, la luz era tenue. La madrastra se encontraba de espaldas a la puerta, sentada en la taza del inodoro. Su vestido subido, sus manos en la entrepierna, sus dedos moviéndose con frenesí. El muchacho la miraba, la respiración agitada, sin saber si reír o gritar.

—¿Te sientes mal?—preguntó, con una dulzura fingida.

Ella se sobresaltó, gritando suavemente. Se dio la vuelta, la cara sonrojada, la mirada desconcertada.

—¿Qué... qué haces aquí?—tartamudeó, intentando bajar el vestido.

—Me preocupé—mintió el joven—. Pensé que te habías desmayado o...

—No, estoy bien—dijo ella, apresurada—. Solo... solo un malestar.

Sus ojos se cruzaron, la tensión en la habitación era palpable. El muchacho no podía creer lo que veía. Ella, su madrastra, masturbándose en el baño del cine.

—¿Necesitas que te acompañe?—preguntó el muchacho, con una sonrisa enigmática.

La madrastra, aun sonrojada, se pudo ver que le gustó la propuesta. Mirando alrededor del baño, se levantó y caminó con paso vacilante. El chico la siguió, su mente en ebullición. Al entrar al cubículo, la luz se apagó repentinamente. Un suspiro se escuchó en la penumbra.

—¿Estás ahí?—preguntó la madrastra, la ansiedad en su tono.

—Sí, mamá—murmuró el muchacho, acercando sus labios a su oído—. Estoy aquí.

Ella jadeó, su respiración acelerada. Sus manos buscaron en la oscuridad y se posaron en el torso del joven. Su pene ya se alzaba, duro y caliente contra su vientre. Ella lo notó y se detuvo, la sorpresa dando paso a un morbo sin control.

—¿Te excita ver a tu madrastra en este aprieto?—susurró, su aliento caliente recorriendo su cuello.

El joven no respondió con palabras, solo con un gruñido que la empujó contra la pared. Su boca se enredó con la de ella, la pasión tomando el control. Sus lenguas se unieron en un beso apasionado, el sabor a saliva y a la excitación de la incógnita del incesto. Ella desabotonó su camisa, permitiéndole sentir el calor de su piel.

Con la habilidad de la experiencia, la madrastra desabrochó el pantalón del joven, liberando su miembro. Sus manos se deslizaron por su pene, acariciando suavemente la piel caliente. El joven jadeó, su deseo crecía con cada caricia. La madrastra sonreía en la oscuridad, sabía que lo que 
iba a pasar no se podía detener.

—¿Quieres follarme?—murmuró ella, su aliento en su oído—. Quieres follar a tu madrastra en este cine.

El muchacho no pudo contenerse. La empujó contra la pared y, con un movimiento seguro, la penetró. Ella gimió, la sensación de su pene joven y duro en su interior era incomparable. Su vagina, madura y mojada, se adaptó a la invasión, reclamando cada pulgada.

El muchacho la tomó de la cintura, su miembro penetrándola lentamente, disfrutando cada centímetro. La madrastra se agarró a sus hombros, sus uñas hundiéndose en su piel. Jadeando, la masturbó con la yema de su dedo, acompasando los movimientos a la penetración. La sensación de la pared fría contra su espalda la excitó aun más, la humillación de la situación la volvía loca.

Y ahí, en la penumbra del baño del cine, se entregaron al placer sin límite. El sonido del cine en la distancia se confundía con los gemidos que salían de la garganta de la madrastra. El joven la besaba, la acariciaba, la poseía. Ella no podía creer que su propio hijastro la estuviera follando con tanta pasión, que su vientre se contrajera por el deseo que sentía por un miembro que no era el de su esposo.

Su orgasmo fue intenso, la leche emanando de su vagina mojó la ropa interior. El joven, sin darle respiro, la folló con mayor intensidad. La penetró profundo, cada embestida haciéndola gritar, la leche saliendo en abundancia, empapando el suelo.

Cuando por fin el chico estalló en un orgasmo, la madrastra notó el calor del semen inundando su interior. Ella se estremeció, su vagina apretando su pene en cada espasmo. El muchacho se detuvo, jadeando, la adrenalina corriendo por sus venas.

—¿Te gustó?—preguntó la madrastra, la sonrisa ahora genuina en la oscuridad.

—Más de lo que crees—susurró el joven, aun sin creer lo que acaba de suceder.

Ella se ajustó la ropa, la respiración calmada, y le tomó de la mano.

—Vamos a la casa—dijo, su tono ahora firme y decidido—. Quiero que me folles en la cama, no en este asqueroso baño.

De camino a la salida, la madrastra se detuvo y se volvió a enfrentar al joven.

—¿Te importa que mi padrastro sepa?—preguntó, su cara ahora una mascarilla de deseo.

El muchacho la miró a los ojos, la luz del pasillo iluminando su rostro.

—No, mamá—dijo, la pasión aun en sus ojos—. Quiero que seas mía, que seas la mía sola.

Ella asintió, la emoción en su rostro.

—Entonces será nuestro secreto—murmuró, besando su mejilla—. Vamos a disfrutar de la noche.

Al volver a la sala, la madrastra se sentó a su lado, su vagina aun caliente y mojada por la leche del joven. La peli continuaba, los personajes en la pantalla hacían el amor, y el chico no podía evitar pensar en la escena que acaba de protagonizar.

Su madrastra, al verlo inmerso en sus pensamientos, le acarició la pierna, suavemente, subiendo la falda.

—¿Estás listo para la ronda dos?—preguntó, su sonrisa maliciosa iluminando la sala en la penumbra.

El muchacho sonrió, la anticipación en su rostro.

—Cada vez que quieras, mamá.

Esa noche, al volver a la cama, la madrastra no pudo dormir. Su mente se llenaba de imágenes del chico, de su pene, de su sabor. Ella se tocó suavemente, la leche aun fresca en sus dedos, recordando cada detalle.

Se levantó, desnuda, y fue a la habitación de su hijastro. La puerta estaba entreabierta. Ella lo miró dormir, la luz de la luna iluminando su rostro.

—Ven conmigo—susurró, acariciando su mejilla—. No puedo dejar de pensar en ti.

El joven abrió los ojos, la sorpresa se transformó en deseo. Se levantó de la cama, siguiendo a su madrastra, su pene ya duro de antemano.

En la habitación, la madrastra le pidió que la follara con suavidad, que la amara con la dulzura que no le daba su esposo. El chico la acarició, la besó, la penetró lentamente. Ella gimió, el placer llenando su ser.

Su pene se movía en ella, llenando su vacío, haciéndola sentir completa. Ella lo miraba, la luz tenue iluminando su rostro de placer.

—Te quiero—dijo el muchacho, sin saber realmente qué quería decir con esas dos simples palabras.

—Y yo a ti—murmuró la madrastra—. Siempre te he querido.

Y con esas confesiones, la pasión entre la madrastra y el hijastro se encendió aun más. Ella se subió a la cama y se sentó en la lapa de su marido, su vagina deseando ser llenada de nuevo por el joven. El muchacho, sin perder el tempo, se acercó a la cama, la penetró despacio, viendo sus ojos cerrarse con cada centímetro que se adentraba en ella. El sonido de la cama chirriando se unió a los jadeos de la pareja en la noche silenciosa.

La madrastra se movió en círculos, acomodando la polla del chico en cada rincón de su interior. Sus tetas se balancearon al ritmo de la cópula, sus pezones duros por el deseo. El chico no podía creer la suerte que le sonreía, la sensación de la piel madura y caliente de su madrastra envolviendo su miembro era exquisita.

Ella se movió, empujando sus caderas contra el muchacho, acelerando el ritmo. La leche emanaba de su vagina, manando por la base del pene del joven, bajando por sus piernas. El muchacho se acercó, succionando un pezón, mordiéndolo suavemente, lo que la impulsó a gemir aun más. La madrastra se agarró a las sábanas, la cara de éxtasis, sus paredes vaginales apretando el miembro del joven.

Ella notó que se acercaba al clímax, la presión en su vientre se hacía insoportable. Con un grito, la madrastra se vino, la leche saliendo a borbotones, mojando la cama. El muchacho la miraba, maravillado, su pene aun adentro de ella, palpitando con la intensidad de la eyaculación. Ella lo rodeó con sus piernas, apretando, haciéndole sentir cada contracción.

Cuando el orgasmo pasó, la madrastra se recostó en la cama, la respiración agitada.

—Te quiero—repitió el chico, la emoción en su rostro.

Ella sonrió, acariciando su cara.

—Yo te amo, mi vida. Eres todo lo que deseo.

La noche avanzaba, la luna se escondía detrás de las nubes, la luz tenue bailando en la habitación. La madrastra se dio la media vueltita, mostrando su culote redondo y su sexo caliente. El chico, sin pensarlo, se metió detrás de ella, la penetró por detras, lentamente, disfrutando cada movimiento.

Ella gimoteó, la sensación de su pene en su culo la volvía loca. Era su primer anal y no podía creer lo bueno que se sentía. La madrastra empujó, ayudando al muchacho a meterse cada centímetro. Ella gritó, la sensación de llenura era indescriptible.

El joven la folló con pasión, su miembro entrando y saliendo de su culo, la leche volviendo a manar de su culo. Ella se movía, acompasando sus embestidas, disfrutando cada instante. Sus gritos se escucharon en la noche, el sonido de la carne chocando contra carne, el placer que llenaba la habitación.

Cuando el chico se vino por fin, la madrastra se acurrucó contra su pecho, la cara pegada a su hombro. El semen caliente llenando su culo, la leche en sus piernas. Ella se sentía satisfecha, su deseo saciado por el que una vez fue un niño y ahora era su amante.

—¿Me casaré contigo?—preguntó el muchacho, sus ojos brillando de emoción.

La madrastra se detuvo, su rostro iluminado por la luz de la luna.

—¿De verdad?—dijo, su tono lleno de incredulidad y emoción.

El joven asintió, acariciando su cabello.

—Sí, mamá. Quiero que seas mi esposa.

Ella lo abrazó, sollozando.

—Lo haré—murmuró—. Te prometo que seré la esposa que tienes que ser.

Y con esas promesas, la pasión se desbordó de nuevo. Ella se montó en su pene, la leche chorreando por sus piernas, y lo cabalgó con frenesí. El muchacho la agarró por las caderas, impulsándola, adentrándose en ella con cada movimiento.

Su pene se movía en el interior de la madrastra, la llenando, la haciéndola sentir amada y deseada. Ella jadeaba, sus ojos cerrados, la cara contra la almohada. El chico la besó el cuello, sus dientes jugando con su piel.

De repente, la puerta se abrió. La luz del pasillo inundó la habitación. El padrastro de pie, con la cara pétrea.

—¿Qué... qué pasa aquí?—tartamudeó, su vaso de leche cayendo al suelo y rompiéndose, la leche caliente regando el suelo.

Ambos se detuvieron, la madrastra bajando la mirada, el joven con la cara roja de la culpa.

—Papá—balbuceó el chico.

El padrastro no dijo nada, solo miraba, su rostro lleno de shock. La madrastra se levantó, cubriéndose con la sábana.

—Te lo explico—dijo, sus ojos suplicando.

Pero el padrastro ya lo sabía. El olor a sexo en el aire, la cama deshecha, la leche en la cama.

—No hay nada que explicar—dijo, la ira en su tono—. Esto no es normal.

La madrastra se acercó a él, desnuda, la sábana cayendo al suelo.

—Pero nos amamos—dijo, sus ojos brillando—. No puedo vivir sin él.

El padrastro la miró, la ira dando paso a la tristeza.

—Yo... yo te quise—dijo, su rostro ahora apagado—. Pero no puedo competir con tu propio hijastro.

Con un suspiro, la madrastra se acercó al joven, tomando su mano.

—Vamos—dijo—. Nos vamos de aquí.

El chico se vistió apresuradamente, la madrastra recogió sus cosas. Salieron de la habitación, la puerta cerrando con un sonido seco detrás de ellos.

Ya en la calle, la madrastra se acercó al joven, besando su mejilla.

—Ahora somos libres—murmuró—. Libres de la falsa moral.

El muchacho sonrió, su corazón lleno de miedo y emoción.

—¿Y ahora qué?—preguntó.

—Ahora—dijo ella, acariciando su pene aún erecto—. Ahora empezamos nuestra vida junts.

Y con esas palabras, la madrastra se arrodilló en la acera, la luz de la luna iluminando su rostro. El chico la miró, la incredulidad en sus ojos.

—¿Qué haces?—preguntó.

—Te muestro mi amor—dijo ella, abriendo la boca y acercando su rostro a la verga del joven.

Con un movimiento experto, la madrastra empezó a chuparle el pene, su lengua jugando con la punta, saboreando la leche que aun salía. El muchacho jadeó, la calle desierta a su alrededor. Nunca se imaginó que su vida tomaria este rumbo, que su propia madrastra se convertiría en su amante.

—¿No tienes miedo?—preguntó el joven, la emoción haciéndole temblar la voz.

—Miedo no—respondió ella, su boca aun llena de su sabor—. Tengo hambre de ti.

Se levantó, sonriendo, y lo tomó de la mano. Juntos caminaron, la noche envolviéndolos en su misterio. La brisa suave acariciaba su piel desnuda, el aire fresco refrescando sus cuerpos.

Llegando a la playa, la madrastra se detuvo, la arena caliente entre sus pies.

—¿Aquí?—preguntó, mirando a su alrededor.

Ella asintió, la luz de la luna resaltando su figura.

—Aquí es perfecto—susurró—. Nosotros y el mar.

El muchacho la siguió, la arena calentando su piel. La madrastra se tendió en la playa, la luna bañando su piel en un resplandor plateado.

—Ven a mi—dijo, abriendo las piernas.

El joven no se lo pensó dos veces. Se acercó a ella, su pene aun erecto y listo. Con cuidado, la penetró, la arena chirriando debajo de la piel. Ella gimió, la sensación de la arena contra su piel desnuda era deliciosa.

Se movieron lentamente, el sonido del mar en la distancia. La madrastra se entregó a la ola de placer que la invadía, la leche saliendo de su vagina con cada embestida. El muchacho la miraba, la luna dibujando sombreados en su cara, su pene desapareciendo y reapareciendo en su interior.

Ella lo agarró por la nuca, sus labios en sus labios, su saliva y la de el se entremezclando. Sus manos recorrieron su espalda, sus uñas dibujando cicatrices de deseo.

El orgasmo la tomó por sorpresa, la madrastra se estremeció, la leche corriendo por sus piernas y la arena. El joven la folló con furia, la ira y el deseo luchando por salir.

—Te amo—gritó, la pasión descontrolada—. Te amo, mamá.

Ella sonrió, sus ojos cerrados.

—Y yo a ti, mi vida.

Cuando la noche se desvaneció y el alba empezó a asomarse, la madrastra se sentó, la arena pegada a sus nalgas.

—¿Y ahora que hacemos?—preguntó, la resignación en su tono.

El muchacho la miró, la determinación en su rostro.

—Vamos a casarnos—dijo, sin titubear—. Dejaremos atras la mentira.

Ella lo abrazó, la emoción en sus ojos.

—Sí, mi amor. Haremos lo que sea.

Y con la luz del amanecer, la madrastra y el hijastro se levantaron, la arena cayendo de sus bodies. Se miraron, la pasion y el deseo en sus ojos.

—¿Estás segura?—preguntó el chico.

Ella asintió, la sonrisa en su rostro.

—Nunca he estado mas segura

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