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Compendio III
NOCHES LAVANDO LOZA
Una de las cosas que descubrí en este viaje es que por más que lo niegue, me gusta ponerla. A pesar de que amo a Marisol con todo mi cuerpo y alma, reconozco que soy débil y no puedo resistirme. Además, me he dado cuenta de que tras acostarte con una mujer y dejarla bien atendida, la puerta siempre queda abierta para un encuentro más, siendo irrelevante si ella está casada o soltera. Lo comparo a como cuando las personas dicen que se fumarán un “último cigarrillo” (en mi caso, no fumo, pero muchas veces me dije que jugaría videojuegos por una última vez) y ese último pucho resultaba ser el mejor de todos.
Durante los primeros días, mis viejos estaban encantados con mis niñas. Mi mamá siempre me contó que el día que tuviera yo hijos (al ser el menor de los 3 hermanos), se le caería la baba por mimarlos y atenderlos bien, aspecto que no mintió.
Por las noches, eso sí, el ambiente en la casa de Verónica era denso: tenía 3 mujeres que me tenían ganas y día a día, empujábamos la barrera un poquito más. Para Violeta, ya le era natural sentarse encima de mis faldas en pose de vaquera, bajo la excusa de ver “Netflix” conmigo. De más está decir lo mucho que ella disfrutaba restregar su colita sobre mis testículos y sentir mi pene hinchado apretarse entre nuestras carnes.
Al acostarnos a dormir, Marisol se volvía una bestia tempestuosa en la cama. Siempre le ha puesto mucho más caliente cuando tenemos más mujeres en la casa y esas noches, fácilmente terminábamos haciendo el amor de una forma salvaje y desesperada, a veces hasta casi las 3 de la mañana, con mi ruiseñor pidiendo más y más.
Pero cada noche, luego de la cena, Verónica y yo quedábamos a solas, lavando la loza. La excusa era perfecta: Violeta sabía que yo no era el tipo de hombre que designaba “trabajo de mujeres”, sino que participo activamente en el cuidado y limpieza de nuestra casa, mientras que Marisol se excusaba con atender a nuestro pequeño Jacinto.
La noche en que todo comenzó yo estaba en la cocina, revisando la pila de platos sucios de la cena. Era mi turno para lavar y para mí, era un acto solemne. Mi ruiseñor se había retirado a amamantar a Jacinto y Violeta me había dado las buenas noches. Eran casi las 10 y parecía el final perfecto de un largo día.
Verónica se acercó a mi lado, contemplándome incómoda. No creía justo que nosotros, viniendo de visitas y desde el extranjero, debiéramos encargarnos del aseo de su hogar, pero, por otra parte, también me conocía bien y a mis manías, y sabía que yo miraba su casa como si fuera la mía. Nos pusimos de acuerdo para acarrear platos y ollas.

Mientras apilábamos la loza en el lavaplatos, me fijé en la curvatura de su cintura y el meneo de sus cabellos sacudirse al ritmo del agua corriendo. En los tiempos que le hacía clases a Marisol, siempre me encantó que Verónica fuese una mujer tan hogareña y verla así, en esos momentos, reafirmaba aquellos sentimientos.
Durante la cena, se portó bastante coqueta. La ausencia de Guillermo, desde año nuevo (por las ventas de salmón en el sur), la tenía casi trepando por las paredes. Me fijé en las miradas que me había dado, las cálidas caricias que le dio a mis manos y mis hombros cuando se posaba a mi lado y la manera que ella apegaba sus pechos en torno a mis brazos, como si buscase mi cariño.
Cuando ella empezó a lavar, me aproximé despacio por detrás, el aire de la cocina mutando bajo el ilícito encuentro. Sus hombros se tensaron al sentir mi mano recorrer su cintura, haciéndole reír nerviosa al notar que yo agarraba un plato y una esponja. Se giró para verme, sus diáfanas esmeraldas resplandeciendo con algo más allá que el brillo de la luz. Notaba su lujuria en ellos. La misma lujuria que había crecido en mí al ver esa ajustada blusa blanca que revelaba su amplio escote al sentarnos a la mesa.

Por unos segundos, nos miramos. Mi corazón latía mientras dejaba el plato sobre el mueble, acariciando su suave y delicada mejilla con mi mano húmeda. Me incliné hacia ella, como pidiéndole permiso, y no me rechazó, soltando un breve suspiro. Busqué cualquier seña de rechazo ante mis avances, pero no encontré ninguno. Mi corazón latía acelerado en esos momentos…
Como si necesitase mayor confirmación, Verónica acarició mi mano, causándome un escalofrío. Ya no había dudas. Los 2 queríamos lo mismo. Me acerqué un poco más, mis labios rozando los suyos en uno de los besos más tiernos. Yo todavía dudaba. No creía en todas las señales. Pero ella respondió apretándome más fuerte hacia ella, acariciando mi pelo en el avance. Nuestro beso se hizo más intenso, su lengua buscando la mía desesperada. Yo sentía que me estaba perdiendo, mis manos deslizándose sobre sus caderas para no dejarla escapar.

Sus pezones se marcaban erectos en la delgada tela de la blusa y mi pene se hinchaba a un nivel enloquecedor dentro de mis pantalones. Paré de besarla desesperado, buscando la base de la blusa que contenía todo. Ella levantó sus manos, permitiendo levantarla por encima de su cabeza, revelando por fin esos enormes y jugosos pechos. Sin pensarlo 2 veces, me metí un pezón en la boca, hostigándola con la lengua, haciéndola estremecerse en placer.
Sabía que sus senos eran puntos sensibles. Durante años, la había visto que no usaba el sostén, porque el solo roce la excitaba. Pero sus manos inquietas se movieron a mi cinturón, desabrochándolo con una gran agilidad y bajándome los pantalones, para revelar mi erección.

Me retiré unos pasos, admirando la belleza de esa mujer madura. La luz jugaba de forma deliciosa con su piel, destacando sus cautivantes curvas. Pero con la misma sonrisa de diablesa de su hija, Verónica empezó a masajearme suavemente entre sus manos, para luego ponerse de rodillas. Me dio una última mirada, como si buscara mi perdón ante el inminente acto y empezó a chupármela.
Mis ojos se pusieron en blanco, porque mi suegra es casi tan buena como mi esposa, su apariencia inocente enmascarando su innato talento. Su boca se sentía suave, húmeda y tibia, su lengua relamiendo el glande, incitando la base sensible.

Me tuve que afirmar del mueble para no caerme, mis rodillas doblándose solas ante semejante placer. Su delicada mano envolvía la base, estrujando desesperada al ritmo de su boca y podía sentir la presión en mí creciendo. Pero a pesar de todo, no quería venirme. Al menos, no en esos momentos.
Necesitaba estar dentro de ella, sentir su calidez y humedad rodeándome. La saqué de mi dilatado falo con delicadeza, su boca chasqueando en un tono de protesta.
La tomé de la mano, besándola desesperado. Mis manos recorrían de nuevo su cintura, en esta oportunidad, levantando el borde de su falda. Verónica comprendió lo que pasaba y sin pensarlo demasiado, se echó para atrás, dejando su falda caer, quedando vestida solo con sus sensuales pantys de encaje negro. Podía notarse el brillo de sus jugos entre sus piernas, clara señal de deseo y que me puso tan duro como un toro. Me acerqué a ella, mi pene presionando su estómago y nos besamos de nuevo. Esta vez, más decididos. Sin lugar para preguntas, sino que a demandas. A promesas de lo que había de venir.
Como podrán imaginar, la levanté y la senté sobre el mueble, sus piernas envolviendo mi cintura para darme la bienvenida. Estaba tan mojada, tan lista para mí, que no perdí el tiempo. Agarré con los dedos la prenda del encaje y me hice espacio, usando la técnica que a Marisol hace desvariar. Verónica soltó un suspiro, sus uñas clavándose en mi espalda mientras me acomodaba en su ajustada entrada. Empujé lento y seguro, sintiendo cómo ella me apretaba, recibiéndome agradecida. Poco a poco, el sonido de nuestros cuerpos impactándose fueron llenando la tranquila cocina.

Me detuve unos segundos, haciendo que me mirase intrigada, al ver que disfrutaba la sensación de estar dentro de ella, de sentir el calor que parecía envolverme. Su rostro era encantador al ver con desesperación cómo la sacaba casi entera, para luego volver a embestirla hasta el fondo.
Me seguía el paso, sus caderas tratando de mecerse con las mías, sus pechos rebotando con cada embate. El olor a lavalozas y de nuestra propia calentura se mezclaba en el ambiente, mientras nos meneábamos frenéticamente perdidos en el momento.
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Ahora que lo pienso, recuerdo que fue con mi suegra que aprendí a hacer el amor más brusco. En ese entonces, mi suegra estaba desesperada, casada con un imbécil como Sergio que no la satisfacía y la oportunidad de tener a su yerno favorito y calentón no podía dejarla pasar, por lo que cada encuentro era acelerado e impetuoso. Es curioso que lo piense ahora, pero conversando con Marisol, ella se dio cuenta que “algo” había pasado conmigo luego de esos viajes: me volví más brusco, demandante y resistente (porque aparte de atender a mi ruiseñor, también atendía a mi “Amazona española), que le hizo experimentar otro tipo de placer.
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Sus piernas me envolvieron con mayor firmeza, sus talones clavándose en mi espalda, rogando que la metiera más adentro y le di a mi suegra en el gusto. Subí el ritmo, mis estocadas volviéndose más profundas y rápidas, su respiración saliendo en pequeños suspiros. Los ojos de Verónica se cerraron, su cabeza colgando hacia atrás mientras susurraba suavemente mi nombre. Su voz era una melodía para mis oídos, de un placer olvidado durante años.
Podía sentir la tensión agolparse en mis testículos, pero quería aguantar. Sabía que no me quedaba mucho tiempo, pero quería hacerle venir un par de veces más. Para su sorpresa, metí mi mano entre nuestros sexos y encontré su palpitante clítoris, el cual empecé a acariciar con la yema de mis dedos. La sorpresa le hizo apresarme más fuerte, sus suspiros volviéndose desesperados, sus labios vaginales contrayéndose incluso más en torno a mi pene. Sentía que se ponía más húmeda, su ardiente interior vibrando con desesperación y supe que le faltaba poco.

Entonces, con una embestida final, la empujé hasta el límite. Verónica abrió los ojos, soltando un grito mudo al sentir su cuerpo sacudirse producto de la fuerza del orgasmo. La visión fue demasiado para mí también y me vine dentro de ella, rellenándola con mi semilla. Con un sensual y contenido gemido anunció ella cada chorro de cálido semen en su interior. Nos quedamos ahí un rato, jadeando y apegados el uno con el otro, con el mueble de la cocina pareciendo un altar de nuestros deseos pervertidos.
La saqué con delicadeza, mi pene todavía latiendo tras el placer experimentado. La besé otra vez, acariciando su mejilla.
•Nadie puede saber de esto. – me dijo, aunque en sus ojos no se notaba una pizca de arrepentimiento o temor.
Limpiamos rápidamente, intentando borrar cualquier evidencia de nuestro encuentro. No obstante, mientras limpiábamos, nuestros ojos se encontraban constantemente, una pasión entre nosotros que no se podía refutar. Nuestra química había permanecido durmiendo bajo la superficie durante años y ahora, que la oportunidad se había dado, era imposible de ignorar. A pesar que compartíamos sonrisas cómplices, los 2 sabíamos que ese no sería nuestro único encuentro.
La siguiente noche nos las arreglamos para mantener las distancias. Aunque nuestras conversaciones frente a Marisol y Violeta parecían normales, había un tipo de tensión discreta entre nosotros, casi invisible para los demás. Esa noche, lavamos la loza como la noche anterior, pero en esa oportunidad, mantuvimos nuestra compostura y actuamos con normalidad.
Sin embargo, para la noche siguiente, los deseos de Verónica se volvieron intolerables. Tras nuestro primer encuentro, Verónica se había masturbado a sí misma para poder dormir, práctica que no había hecho por un buen tiempo. Y aunque extrañaba a Guillermo en sus viajes de trabajo, se sentía una mujer sexualmente insatisfecha con un yerno calentón dispuesto a darle hasta que las velas se apaguen.
Por lo que esa noche, Verónica sentía todo su cuerpo cosquillear. Sus pezones estaban duros. Su sexo, húmedo. A ratos, me daba una mirada, llenándose de alegría al notar que la miraba con la misma hambre. Y entonces, llegó la hora de lavar la loza otra vez…

Podía sentir mi pene hincharse en mis pantalones, recordando la deliciosa sensación de su apretada vagina envolviendo mi órgano. No podía creer que nos habíamos salido con la nuestra. Pero también sabía que quería más, mucho más de ella. Mis ojos seguían clavándose en su amenazante escote, sus senos estirando la tela de su polera con cada movimiento.
Pero en esa oportunidad, quise devolverle el favor. Verónica se tensó al verme arrodillar frente a ella, pánico creciendo al ver que le levantaba la falda y un gemido desesperado y la sensación de ser tocada por un ángel cuando sintió mi tibia lengua lamiendo su sexo.
Verónica se estremecía entera al sentir mi lengua bailar sobre su botón, para luego lamer su hendidura, llenándola y haciéndola suspirar. Podía notar cómo se iba mojando más y más, mi lengua explorando profundamente su delicioso interior, su cuerpo suplicando por más de esa dulce tortura. Sus piernas temblaban, sus manos afirmándose apenas del borde del mueble, como si mi lengua fuera un remolino que trataba de ahogarla en el mar.

Recuerdo cómo mi suegra me miraba, sus ojos llenos de deseo y calentura. Me acariciaba la cabeza con cariño, mientras yo la miraba embelesado. Podía sentir mi respiración sobre su piel, ardiente y hambrienta, mientras le metía la lengua con todo. El sonido de mi boca la prendía terriblemente, la humedad, el golpeteo ocasional de nuestros labios era demasiado para ella.
Pero entonces, cuando ella creía que no habría un placer más grande, se tensó al notar mis dedos erectos. Le parecieron gruesos y firmes. Y a medida que empecé a penetrarla lentamente, dejó salir un suspiro. Contenía sus gemidos dolorosamente, notando lo habilidoso que era con mis manos al punto de hacerle ver estrellas.

La sensación de mis dedos entrando y saliendo, cómo los iba enroscando en aquel punto preciso que la hacía estremecer completa. Verónica se dejó ir, su respiración saliendo en meros jadeos. La luz de la cocina parecía darle un halo divino, ensalzando su pasión.
Mi lengua no descansaba, sin perder el ritmo, llevándola poco a poco hasta el borde del placer. Podía sentir su orgasmo creciendo, una sensación emergente que estremecía su cuerpo con anticipación y que al igual que a mi esposa, la obligaba a mantener un discreto silencio, una dulce condena donde se debía contener su placer de los oídos de los otros, en un punto de neta efervescencia. Sabía que se iba a venir, y al igual que yo, sabía que se vendría incluso más fuerte que nuestra última ocasión.
Aceleré el ritmo, mis dedos indagando incluso más profundo. Hasta metí un tercer dedo, llenando su hendidura completamente y ella podía sentir cómo la iba estirando mientras su cuerpo se apretaba con benevolencia. La sensación parecía por poco ser dolorosa, pero se notaba que sí la necesitaba.
Sus gemidos se tornaron más intensos, pero no podían salir más allá de un quejido. Le faltaba poco, poquísimo y no sabía si podría mantener la discreción. Pero yo mantenía mi ritmo, mi lengua y dedos trabajándola con coordinación, esperando que llegara lo que simplemente era inevitable. Al igual que a su(s) hija(s), sabía cómo tocarla(s). Cómo hacerla(s) sentir mejor.
Y con un grito desesperado, se vino sus manos afirmándose a mi cabeza mientras que las olas de placer arrasaban con ella. Lamí sin descanso, mi lengua masajeando su botón rosado, sacándole un orgasmo adicional hasta que terminó jadeando y lacia en mis brazos. Me puse de pie, besando sus muslos, su estómago, sus pechos, antes de tomar su boca en su beso desesperado.
Mi suegra notó mi erección con una mirada codiciosa. Quería sentirme dentro, al igual que yo, pero también sabía que Marisol me estaba esperando, la sorpresa en mis pantalones siendo la guinda de la torta. Así que mientras nos besábamos, agarrando su espectacular trasero y con ella enterrando mi rostro en su amplio y atractivo busto, me la masajeó levemente, un pequeño premio de consuelo para ella. Esa noche, mientras escuchaba los gemidos discretos de su hija, cabalgándome como una loca, Verónica se masturbó frenéticamente, deseando ser Marisol.
A la mañana siguiente, los cuatro (Verónica, Violeta, Marisol y yo) despertamos tarde y cansados. Las dos me habían escuchado atender a mi esposa, mas, aun así, las 3 me miraban como si quisieran tomar su parte conmigo.
Durante la cena, ambas hijas coqueteaban sutilmente conmigo, tratando de llamar mi atención. A pesar de todo, mis ojos permanecían fijos en mi suegra, como un animal acechando su presa. Cuando la cena terminó y sus hijas se retiraron, Verónica recogió los platos con una sonrisa, meneando su trasero a propósito sobre la entrepierna de su yerno favorito.
Cuando estuvimos a solas en la cocina, desatamos nuestra pasión. La agarré por la cintura, pero esta vez, enfocándome en su falda. Verónica sabía lo que yo quería y también lo deseaba.

La apoyé sobre el fregadero de la cocina, la frescura de la porcelana vagamente mitigando la calentura en su sangre. Sintió la punta de mi pene forzar levemente su entrada posterior y soltó un amoroso suspiro, preparándose para la deliciosa invasión. Entonces, en una suave estocada, la metí adentro, llenándola completamente.
Verónica se tuvo que morder los labios para no gritar, la sensación de mi pene estirando su ano era demasiado para ella. Podía sentir cómo palpitaba dentro de ella, mi agarre en su cintura firme mientras empezaba a darle. Mis estocadas eran profundas y moderadas, causándole ondas de placer que se esparcían por todo su cuerpo.

Comparado con Guillermo, me encontraba a otro nivel. No solo tenía mayor juventud y figura a mi favor. Sin importar que tuviéramos tamaños similares, yo era mucho más hábil. En términos de resistencia, el aguante de Guillermo era casi irrisorio. Si ella podía sentir un buen orgasmo con Guillermo, se sentía satisfecha. Pero conmigo, cinco era el mínimo.
Me moví despacio, disfrutando la sensación de estirarla y forzarla. Verónica nunca tendrá la cara de decirle a Guillermo cuánto le gusta el sexo anal. Ni siquiera Sergio, su exmarido lo llegó a saber. Pero a pesar de haber tenido otros amantes en su vida, siempre dudó un poco al compartir este tipo de placer. En ese aspecto, yo tenía una consideración especial: podía marcar su colita las veces que quisiera y cada vez, la volvería loca.
Mi suegra encontraba que mi pene era perfecto, largo y grueso, al punto que podía enganchar a cualquier mujer. Y en esos momentos, eso mismo estaba haciendo, su cuerpo moviéndose rítmicamente junto a mis embestidas, sus nalgas apretándose en torno a mí. Podía sentir cada centímetro que la iba ensanchando, mis movimientos precisos y constantes.
Su colita se sentía extremadamente apretado. Aunque la madre de mi esposa tiene 12 años más que yo, se sigue viendo sexy de una manera que no puedo evitar explorar su cuerpo a mis anchas.
De repente, la saqué casi entera, haciendo a Verónica suspirar, para meterla en una certera embestida de un solo golpe. Le gustaba que le dieran duro, la sensación de sentirse tomada, usada, llenada. Podía darme cuenta de ello y estaba más que feliz de complacerla. Mi verga se sentía como un pistón, entrando y saliendo con violencia del trasero de mi suegra, mis testículos azotando sus nalgas con cada golpe.
Cuando la pude meter entera, Verónica se sintió orgullosa. Aunque no alardeo de ello, Verónica respetaba mi tamaño, sabiendo que dejo a su hija casi deshecha durante la semana. Más aun así, me encontraba un semental, capaz de atenderla y a su hija sin mayor esfuerzo.
Al agarrarla por los pechos, Verónica sentía que sus años se deshacían. Que alguien más joven y vigoroso todavía la encontrase atractiva era un bálsamo para su autoestima y en respuesta, su colita se apretó incluso más, deseando drenarme de los fluidos de la vida.
Deslicé mi mano sobre su estómago, encontrando su botón rosado y no pudo contener sus gemidos más. Empecé a estimularlo al ritmo de mis sacudidas, la sensación volviéndose intoxicante. Un orgasmo enorme empezó a crecer dentro de ella, haciendo que su cuerpo entero se pusiera cada vez más tenso. Al igual que yo, sabía que sería explosivo. La pregunta inconclusa era si acaso mantendría el silencio.
Mientras le daba y le daba cada vez más rápido por detrás, mi suegra sentía que todo su cuerpo era mi parque de diversiones, deseando complacerme cuanto yo quisiera.
Cuando estaba llegando yo a las últimas, mi agarre sobre su cintura se hizo más firme, mis movimientos más erráticos a medida que llegaba al orgasmo. Podía sentir mis testículos hincharse, la presión creciendo y sabía que no iba a aguantar mucho. Con una estocada final y potente, me vine dentro de ella, llenándola con mi semen.
Con cada una de las cinco detonaciones que le di dentro de su trasero, Verónica soltó un gemido placentero. El ardor de su cola valía la pena, al punto que casi babeaba sobre el lavaplatos.
La saqué con un chasquido húmedo, dejándola, jadeando y temblando de piernas. Me eché para atrás, mi pene todavía duro y húmedo con nuestros jugos. Se enderezó mirándome placentera con una cara y sonrisa de satisfacción y de lujuria por más.
•¡Eres algo especial, Marco! – Susurró, con una voz sexy de zorra caliente.
Sin darme tiempo para reaccionar, se arrodilló y lamió mi pene, limpiándolo mientras me miraba con sus encantadores ojos verdes.
•Así, Marisol no sospechará nada. – dijo con la mitad de mi glande en su boca, una sonrisa maliciosa que me decía que quería hacerlo de antes.
No pude contener un suspiro de alivio, mi cuerpo disfrutando del gozo de sentir su lengua revolotear en torno a la punta, saboreando la mezcla de nuestros jugos con agrado. La mantuvo dentro de su boca, sus mejillas chupándose mientras mamaba con ganas, ansiosa de saborear cada gota.
Sus ojos nunca pararon de mirarme, la conexión entre nosotros tan viva como antes. A partir de entonces, la cocina se convirtió en nuestro santuario secreto, un lugar donde podíamos dar rienda suelta a nuestros deseos carnales más perversos sin castigos ni consecuencias. Y aunque todavía jugábamos un juego que cada día se ponía más peligroso, el morbo lo hacía ineludible.
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