El grupo se había formado de manera casi inevitable. Cinco parejas, todas con hijos en la misma sala del jardín, que empezaron a cruzarse en cumpleaños, reuniones escolares y tardes de plaza. Lo que comenzó como una red de padres se transformó, con el tiempo, en una pequeña comunidad afectiva. Aunque los chicos ya estaban en la primaria, los vínculos entre los adultos se habían mantenido firmes: compartían salidas, cenas, asados y hasta escapadas de fin de semana. Entre ellos había afinidades, tensiones leves, pequeñas complicidades… como en cualquier grupo humano que se sostiene más por lo emocional que por la costumbre.
Dentro de ese entramado, Agustina destacaba. Profesora de yoga y masajista terapéutica, tenía una energía cálida y envolvente, casi magnética. A diferencia del estereotipo de instructora esbelta y etérea, Agustina era una mujer voluptuosa, de curvas generosas, piel dorada y ojos que parecían mirar más allá de las palabras. Su presencia llenaba cualquier espacio con una naturalidad que no buscaba impresionar, pero que nadie ignoraba. Vestía con ropa cómoda, casi siempre de colores tierra, y se movía con una lentitud precisa, como si el tiempo tuviera otra medida para ella.
Tenía esa forma de tocar el brazo de alguien al hablarle, de sostener la mirada un segundo más de lo esperado, que podía confundirse con intimidad. Pero Agustina era así con todos, lo que le daba una cierta inmunidad. O al menos, eso pensaban.
Fue durante una tarde en la plaza, mientras los chicos jugaban y el sol caía despacio, que Marco le comentó —casi sin pensarlo— que tenía un dolor persistente en la parte baja de la espalda. Agustina no dudó.
—¿Querés que hagamos una sesión? Te puedo ayudar. Nada raro, solo estiramientos y respiración.
Marco asintió, más por cortesía que por convicción. No sabía que ese pequeño ofrecimiento, casi inocente, marcaría el comienzo de una serie de encuentros que pondrían en movimiento una tensión hasta entonces dormida.

La casa de Agustina tenía un aroma difícil de identificar. Algo entre incienso suave y madera vieja. Era un PH antiguo, con techos altos y mucha luz entrando por un ventanal que daba al patio interno. Marco llegó puntual, con una colchoneta prestada debajo del brazo y una sonrisa incómoda que no sabía muy bien cómo sostener.
Agustina lo recibió descalza, con el cabello recogido en un rodete desordenado y una túnica suelta de lino claro. Lo saludó con un beso en la mejilla y un gesto amplio hacia el interior.
—Pasá, ya preparé el espacio.
El living había sido despejado. Solo dos colchonetas en el suelo, una manta enrollada, un cuenco tibetano en una esquina. La luz del mediodía dibujaba líneas doradas sobre el piso. Marco se sintió fuera de lugar, como si hubiese entrado a un escenario que no entendía.
—Esto no es una clase —dijo ella, mientras él dejaba sus cosas—. Vamos a mover el cuerpo, sí, pero también a calmar la mente. A veces el dolor físico es una forma de defensa. El cuerpo pide otra cosa.
Marco asintió en silencio, sin saber bien qué responder. Le costaba tomar en serio ese tipo de discursos, pero no quería parecer cerrado. Se sentaron en la colchoneta. Ella le pidió que cerrara los ojos y respirara hondo. Que sintiera el peso del cuerpo. Que se imaginara aflojando desde la base de la columna.
Durante los primeros minutos, Marco sintió que no podía. No podía "estar presente", como ella decía. Su cabeza iba de pensamiento en pensamiento como una mosca atrapada. Pero la voz de Agustina era suave, constante. Guiaba cada movimiento con precisión, sin imponer nada, casi susurrando. Él se dejó llevar.
Después vinieron los estiramientos. Movimientos lentos, controlados. Agustina lo corregía con toques breves, precisos. Le apoyaba la mano en la espalda baja, en los hombros, en las costillas. Su contacto tenía algo eléctrico: podía sentir lo elástico y firme de los pechos de Agustina pesándole casualmente en su espalda para corregir una posición. Marco empezó a perder la noción del tiempo.
—Ahora acostate boca abajo —le dijo, ya al final—. Te voy a hacer un masaje para liberar la zona lumbar. Confía.
Él dudó apenas. Pero lo hizo. Sintió el calor de sus manos a través de la remera, presionando puntos que parecían conectados con algo más que músculos. Agustina respiraba profundo, casi al ritmo de él. La sesión terminó en silencio.
Marco se vistió despacio. Se sentía liviano, casi flotando. Pero también confundido. Había algo en la manera en que Agustina lo había tocado, en cómo se movía, en cómo lo miraba… que lo dejó revuelto, excitado, alerta. No era deseo explícito. No había nada evidente. Pero su cuerpo lo sentía todo.
—¿Cómo te sentís? —preguntó ella, mientras le ofrecía una taza de té.
Marco la miró. Ella tenía los pies descalzos, el pelo suelto ahora, y lo observaba como si nada de lo que acababa de pasar fuese fuera de lo común. Como si ese nivel de intimidad, para ella, no tuviera peso.
—Mejor —respondió él, bajando la mirada—. Raro, pero mejor.
Salió a la calle con la tarde cayendo. Caminó sin rumbo durante un rato. Tenía el cuerpo liviano y la cabeza ardiendo. No sabía si iba a volver, pero tampoco podía dejar de pensar en esa hora fuera del mundo.
Marco llegó más tarde de lo habitual. Clara, su mujer, lo esperaba con la cena servida, el vino abierto, y una sonrisa leve, casi ausente. Él se sorprendió, pero no preguntó mucho. Comieron tranquilos, sin palabras de más. Había algo en el aire. Una electricidad nueva, sutil.
Cuando se acostaron, Clara se acercó por detrás, lo abrazó por la cintura y le susurró:
—¿Me contás cómo fue con Agustina?
Marco tensó los hombros. Tardó en responder.
—Fue raro… pero bien. Me hizo bien.
—¿Y qué te hizo?
—Yoga, respiración, masaje en la espalda. Nada fuera de lugar.
Clara apoyó la mejilla en su espalda desnuda.
—¿Y te gustó cómo te tocó?
Marco respiró hondo. No respondió.
Entonces Clara se incorporó y se subió sobre él, a horcajadas, con solo su ropa interior puesta. Enseguida la pija de Marco se puso firme como una roca y le incomodó el roce con la ropa interior. Tuvo que hacer presión con su mano para acomodar el miembro dentro del calzón y notó la humedad en la tanga de algodón de Clara. Ella lo miró fijo, con una mezcla de ternura, deseo y algo más oscuro.
—¿Agustina es muy buena con los masajes no? Mostrame qué te hizo.
Marco la sostuvo de la cintura. Al principio, con rigidez. Pero algo en el contacto empezó a aflojarlo. Le recorrió la espalda con las manos, como lo había hecho Agustina. Clara cerró los ojos. Gemía suave, como si se entregara al juego.
—¿Así? —susurró él.
—Un poco más lento —dijo ella, ya agitada—. Más… presente.
Y entonces él la besó. Primero fue un beso tibio y húmedo y luego con hambre, con rabia contenida. Ella lo recibió con las piernas apretándole la cadera.
–¡Epa! ¡Cómo tenes la pija!
Clara sin perder tiempo corrió la tanga hacia un costado y se sentó de una vez sobre el miembro firme, calado y venoso de su marido.
–Qué fácil entró– dijo Marco, estremeciéndose y sintiendo el calor húmedo en el interior de la cavidad estrecha de Clara.
Todo su interior parecía tener la forma exacta de la única pija que había sondeado esos fondos en la corta experiencia sexual de la vida de Clara. Marco había sido su único y gran amor desde la juventud. Esa concha sólo conocía esa pija. Habían aprendido todo juntos. Y esa pija durísima como estaba, entrando empapada en la conchita ahogada de clara, recordaba aquellos años jóvenes de inexperiencia pero de incontrolable calentura.
Se fundieron. Marco la tomó con fuerza, como no lo hacía hacía tiempo. Clara lo guió con el cuerpo, lo provocó, lo encendió. Se volvieron locos por unos minutos. Clara cabalgaba sobre él con movimientos intensos y frotando toda su vulva sobre la pelvis de Marco.
–¿te calentaste con Agustina, no? Hijo de puta.
–decime que te gusta de ella, forro… ¿te gustan sus tetas?
Marco dudó en contestar, estaba impávido y no quería sufrir las consecuencias cuando la calentura bajara.
–Te pregunté si te gustan las tetas de Agustina, Marco–
Clara estaba decidida a provocarlo al máximo. Se inclinó sobre él sosteniendo en su mano su pecho izquierdo y se lo acercó a la boca, sin dejar de moverse con la pija entrando y saliendo:
–¿te gustaría chuparle esas enormes tetas que tiene Agustina, no? mostrame cómo se las vas a chupar, Marco.
Él intentó alcanzar su pezón con la lengua pero apenas logró rozarlo con la lengua torpemente debido al ritmo desatado con el que Clara subía y bajaba sobre su pija.
–Contestá, hijo de puta.
Marco rebasado de calentura como estaba de repente ya no pudo pensar en las consecuencias y se esforzó en enderezarse para alcanzar con toda su boca la teta de Clara. Sorbió con ansias mientras su lengua se movía en círculos sobre el pezón. Solo interrumpió el banquete para mirarla fijamente y decir:
—así se las voy a chupar, ¿te gusta? Dame la otra.
Clara se estremeció y se arqueó hacia atrás soltando un gemido intenso.
—poneme la otra teta en la boca, hija de puta. Quiero la otra.
Clara no podía responder de sí ni tampoco al pedido de Marco absorta en el orgasmo que la recorría de principio a fin. Los gemidos dejaron de ser roncos y se volvieron agudos, persistentes y cada vez más frecuentes.
Marco insistía:
—toda la teta en la boca quiero, puta.
Con un atisbo de comprensión en el remolino del orgasmo, Clara tomó con su mano derecha el pecho que aún no había sido succionado y se lo ofreció a Marco sabiendo que cuando él lo rozara apenas con su lengua, se iría.
Y así fue. Marco no escatimó en su lujuria e introdujo todo el pecho que pudo en su boca provocando una explosión en Clara, qué convirtió sus gemidos en gritos constantes. Y justo cuando el clímax era inevitable, cuando ya no había palabras ni control, Clara lo miró a los ojos y, con la voz entrecortada, jadeando, le susurró al oído:
—Así hijo de puta, cogétela así
Marco se estremeció entero. Se vino con violencia, casi con dolor. Clara también. Y al caer sobre la cama los dos quedaron en silencio, confundidos, envueltos en una mezcla de sudor, placer y algo más difícil de nombrar.
Él no dijo nada. Ella tampoco.
Y aunque estaban más juntos que en mucho tiempo, los dos sintieron que una tercera presencia había estado en la habitación.
Si quieren que siga contando esta historia, ya saben. Comenten y dejen puntos.
Esto es sólo el comienzo.
Parte 2 http://m.poringa.net/posts/relatos/5949734/Yoga-con-la-mami-del-jardin-2.html
Dentro de ese entramado, Agustina destacaba. Profesora de yoga y masajista terapéutica, tenía una energía cálida y envolvente, casi magnética. A diferencia del estereotipo de instructora esbelta y etérea, Agustina era una mujer voluptuosa, de curvas generosas, piel dorada y ojos que parecían mirar más allá de las palabras. Su presencia llenaba cualquier espacio con una naturalidad que no buscaba impresionar, pero que nadie ignoraba. Vestía con ropa cómoda, casi siempre de colores tierra, y se movía con una lentitud precisa, como si el tiempo tuviera otra medida para ella.
Tenía esa forma de tocar el brazo de alguien al hablarle, de sostener la mirada un segundo más de lo esperado, que podía confundirse con intimidad. Pero Agustina era así con todos, lo que le daba una cierta inmunidad. O al menos, eso pensaban.
Fue durante una tarde en la plaza, mientras los chicos jugaban y el sol caía despacio, que Marco le comentó —casi sin pensarlo— que tenía un dolor persistente en la parte baja de la espalda. Agustina no dudó.
—¿Querés que hagamos una sesión? Te puedo ayudar. Nada raro, solo estiramientos y respiración.
Marco asintió, más por cortesía que por convicción. No sabía que ese pequeño ofrecimiento, casi inocente, marcaría el comienzo de una serie de encuentros que pondrían en movimiento una tensión hasta entonces dormida.

La casa de Agustina tenía un aroma difícil de identificar. Algo entre incienso suave y madera vieja. Era un PH antiguo, con techos altos y mucha luz entrando por un ventanal que daba al patio interno. Marco llegó puntual, con una colchoneta prestada debajo del brazo y una sonrisa incómoda que no sabía muy bien cómo sostener.
Agustina lo recibió descalza, con el cabello recogido en un rodete desordenado y una túnica suelta de lino claro. Lo saludó con un beso en la mejilla y un gesto amplio hacia el interior.
—Pasá, ya preparé el espacio.
El living había sido despejado. Solo dos colchonetas en el suelo, una manta enrollada, un cuenco tibetano en una esquina. La luz del mediodía dibujaba líneas doradas sobre el piso. Marco se sintió fuera de lugar, como si hubiese entrado a un escenario que no entendía.
—Esto no es una clase —dijo ella, mientras él dejaba sus cosas—. Vamos a mover el cuerpo, sí, pero también a calmar la mente. A veces el dolor físico es una forma de defensa. El cuerpo pide otra cosa.
Marco asintió en silencio, sin saber bien qué responder. Le costaba tomar en serio ese tipo de discursos, pero no quería parecer cerrado. Se sentaron en la colchoneta. Ella le pidió que cerrara los ojos y respirara hondo. Que sintiera el peso del cuerpo. Que se imaginara aflojando desde la base de la columna.
Durante los primeros minutos, Marco sintió que no podía. No podía "estar presente", como ella decía. Su cabeza iba de pensamiento en pensamiento como una mosca atrapada. Pero la voz de Agustina era suave, constante. Guiaba cada movimiento con precisión, sin imponer nada, casi susurrando. Él se dejó llevar.
Después vinieron los estiramientos. Movimientos lentos, controlados. Agustina lo corregía con toques breves, precisos. Le apoyaba la mano en la espalda baja, en los hombros, en las costillas. Su contacto tenía algo eléctrico: podía sentir lo elástico y firme de los pechos de Agustina pesándole casualmente en su espalda para corregir una posición. Marco empezó a perder la noción del tiempo.
—Ahora acostate boca abajo —le dijo, ya al final—. Te voy a hacer un masaje para liberar la zona lumbar. Confía.
Él dudó apenas. Pero lo hizo. Sintió el calor de sus manos a través de la remera, presionando puntos que parecían conectados con algo más que músculos. Agustina respiraba profundo, casi al ritmo de él. La sesión terminó en silencio.
Marco se vistió despacio. Se sentía liviano, casi flotando. Pero también confundido. Había algo en la manera en que Agustina lo había tocado, en cómo se movía, en cómo lo miraba… que lo dejó revuelto, excitado, alerta. No era deseo explícito. No había nada evidente. Pero su cuerpo lo sentía todo.
—¿Cómo te sentís? —preguntó ella, mientras le ofrecía una taza de té.
Marco la miró. Ella tenía los pies descalzos, el pelo suelto ahora, y lo observaba como si nada de lo que acababa de pasar fuese fuera de lo común. Como si ese nivel de intimidad, para ella, no tuviera peso.
—Mejor —respondió él, bajando la mirada—. Raro, pero mejor.
Salió a la calle con la tarde cayendo. Caminó sin rumbo durante un rato. Tenía el cuerpo liviano y la cabeza ardiendo. No sabía si iba a volver, pero tampoco podía dejar de pensar en esa hora fuera del mundo.
Marco llegó más tarde de lo habitual. Clara, su mujer, lo esperaba con la cena servida, el vino abierto, y una sonrisa leve, casi ausente. Él se sorprendió, pero no preguntó mucho. Comieron tranquilos, sin palabras de más. Había algo en el aire. Una electricidad nueva, sutil.
Cuando se acostaron, Clara se acercó por detrás, lo abrazó por la cintura y le susurró:
—¿Me contás cómo fue con Agustina?
Marco tensó los hombros. Tardó en responder.
—Fue raro… pero bien. Me hizo bien.
—¿Y qué te hizo?
—Yoga, respiración, masaje en la espalda. Nada fuera de lugar.
Clara apoyó la mejilla en su espalda desnuda.
—¿Y te gustó cómo te tocó?
Marco respiró hondo. No respondió.
Entonces Clara se incorporó y se subió sobre él, a horcajadas, con solo su ropa interior puesta. Enseguida la pija de Marco se puso firme como una roca y le incomodó el roce con la ropa interior. Tuvo que hacer presión con su mano para acomodar el miembro dentro del calzón y notó la humedad en la tanga de algodón de Clara. Ella lo miró fijo, con una mezcla de ternura, deseo y algo más oscuro.
—¿Agustina es muy buena con los masajes no? Mostrame qué te hizo.
Marco la sostuvo de la cintura. Al principio, con rigidez. Pero algo en el contacto empezó a aflojarlo. Le recorrió la espalda con las manos, como lo había hecho Agustina. Clara cerró los ojos. Gemía suave, como si se entregara al juego.
—¿Así? —susurró él.
—Un poco más lento —dijo ella, ya agitada—. Más… presente.
Y entonces él la besó. Primero fue un beso tibio y húmedo y luego con hambre, con rabia contenida. Ella lo recibió con las piernas apretándole la cadera.
–¡Epa! ¡Cómo tenes la pija!
Clara sin perder tiempo corrió la tanga hacia un costado y se sentó de una vez sobre el miembro firme, calado y venoso de su marido.
–Qué fácil entró– dijo Marco, estremeciéndose y sintiendo el calor húmedo en el interior de la cavidad estrecha de Clara.
Todo su interior parecía tener la forma exacta de la única pija que había sondeado esos fondos en la corta experiencia sexual de la vida de Clara. Marco había sido su único y gran amor desde la juventud. Esa concha sólo conocía esa pija. Habían aprendido todo juntos. Y esa pija durísima como estaba, entrando empapada en la conchita ahogada de clara, recordaba aquellos años jóvenes de inexperiencia pero de incontrolable calentura.
Se fundieron. Marco la tomó con fuerza, como no lo hacía hacía tiempo. Clara lo guió con el cuerpo, lo provocó, lo encendió. Se volvieron locos por unos minutos. Clara cabalgaba sobre él con movimientos intensos y frotando toda su vulva sobre la pelvis de Marco.
–¿te calentaste con Agustina, no? Hijo de puta.
–decime que te gusta de ella, forro… ¿te gustan sus tetas?
Marco dudó en contestar, estaba impávido y no quería sufrir las consecuencias cuando la calentura bajara.
–Te pregunté si te gustan las tetas de Agustina, Marco–
Clara estaba decidida a provocarlo al máximo. Se inclinó sobre él sosteniendo en su mano su pecho izquierdo y se lo acercó a la boca, sin dejar de moverse con la pija entrando y saliendo:
–¿te gustaría chuparle esas enormes tetas que tiene Agustina, no? mostrame cómo se las vas a chupar, Marco.
Él intentó alcanzar su pezón con la lengua pero apenas logró rozarlo con la lengua torpemente debido al ritmo desatado con el que Clara subía y bajaba sobre su pija.
–Contestá, hijo de puta.
Marco rebasado de calentura como estaba de repente ya no pudo pensar en las consecuencias y se esforzó en enderezarse para alcanzar con toda su boca la teta de Clara. Sorbió con ansias mientras su lengua se movía en círculos sobre el pezón. Solo interrumpió el banquete para mirarla fijamente y decir:
—así se las voy a chupar, ¿te gusta? Dame la otra.
Clara se estremeció y se arqueó hacia atrás soltando un gemido intenso.
—poneme la otra teta en la boca, hija de puta. Quiero la otra.
Clara no podía responder de sí ni tampoco al pedido de Marco absorta en el orgasmo que la recorría de principio a fin. Los gemidos dejaron de ser roncos y se volvieron agudos, persistentes y cada vez más frecuentes.
Marco insistía:
—toda la teta en la boca quiero, puta.
Con un atisbo de comprensión en el remolino del orgasmo, Clara tomó con su mano derecha el pecho que aún no había sido succionado y se lo ofreció a Marco sabiendo que cuando él lo rozara apenas con su lengua, se iría.
Y así fue. Marco no escatimó en su lujuria e introdujo todo el pecho que pudo en su boca provocando una explosión en Clara, qué convirtió sus gemidos en gritos constantes. Y justo cuando el clímax era inevitable, cuando ya no había palabras ni control, Clara lo miró a los ojos y, con la voz entrecortada, jadeando, le susurró al oído:
—Así hijo de puta, cogétela así
Marco se estremeció entero. Se vino con violencia, casi con dolor. Clara también. Y al caer sobre la cama los dos quedaron en silencio, confundidos, envueltos en una mezcla de sudor, placer y algo más difícil de nombrar.
Él no dijo nada. Ella tampoco.
Y aunque estaban más juntos que en mucho tiempo, los dos sintieron que una tercera presencia había estado en la habitación.
Si quieren que siga contando esta historia, ya saben. Comenten y dejen puntos.
Esto es sólo el comienzo.
Parte 2 http://m.poringa.net/posts/relatos/5949734/Yoga-con-la-mami-del-jardin-2.html
5 comentarios - Yoga con la mami del jardín
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