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Gotas Puras de un Deseo Prohibido

Gotas Puras de un Deseo Prohibido

Primera parte.

El sol de la tarde se filtraba por la ventana de mi ático, iluminando la habitación con un brillo dorado. Me miré en el espejo, observando mi reflejo. Mi piel, de un blanco inmaculado con un delicado tono rosado, brillaba bajo la luz. Pasé mis manos por mi busto, descendiendo hasta mi estrecha cintura, y finalmente a mis caderas, que culminaban en nalgas firmes y voluptuosas. Mi rostro, enmarcado por mi cabello liso y negro, era, a mi parecer, hermoso, con labios carnosos y ojos de color café que ahora reflejaban una mezcla de nerviosismo y excitación.
A pesar de toda mi riqueza, había algo que el dinero no podía comprar, algo que nunca había experimentado. La curiosidad y un deseo ardiente me consumían. Hoy, eso iba a cambiar.
Elegí unos leggings negros, muy ajustados, que resaltaban cada curva de mi figura. Quería sentirlo, anhelaba la sensación. Con el corazón latiéndome con fuerza en el pecho, salí de mi burbuja de lujo y me dirigí a la parada de autobús. La idea de un transporte público, de la cercanía con otros cuerpos, me provocaba escalofríos.
Subí al autobús, que ya estaba bastante lleno. Me apreté entre la gente, buscando un lugar donde quedarme de pie. El aire estaba cargado de olores y de la energía de la multitud. Mis mejillas se encendieron y mi respiración se aceleró. Podía sentir la piel de la gente rozándome, la presión de los cuerpos. Cada roce, cada empujón involuntario, me hacía temblar. Estaba increíblemente caliente, y mi corazón agitado no dejaba de golpear mis costillas. Cerré los ojos por un momento, esperando, anhelando que alguien, en la confusión del viaje, se atreviera a tocarme de una manera que nunca antes había sentido.

El autobús avanzaba, deteniéndose y arrancando, lanzándome de un lado a otro en el apretado espacio. Con cada vaivén, sentía las miradas de los hombres, pesadas y curiosas, fijas en mí. No eran disimuladas; podía sentir sus ojos escaneando mi figura, deteniéndose especialmente en la prominencia de mis nalgas, tan claramente definidas bajo los ajustados leggings. No era una novedad para mí ser el centro de atención, pero en ese ambiente, la intensidad era diferente, más cruda, más directa.
Varias veces, sentí cómo el trasero de alguien se rozaba contra el mío, un toque fugaz que apenas duraba un instante. Eran empujones accidentales en la aglomeración, roces de bultos anónimos. Cada vez, mi cuerpo se tensaba en anticipación, mi piel hormigueando. Esperaba que alguno de esos roces se prolongara, que se volviera intencional, que alguien se atreviera a ir más allá del simple contacto inevitable. Pero no ocurría. Se movían, se separaban, el momento pasaba, y la tensión dentro de mí crecía, una frustración mezclada con el deseo ardiente.
Mi respiración era superficial, mi corazón un tambor en mi pecho. Estaba caliente, tan caliente, y la necesidad de algo más, de algo real, me consumía. Los hombres me miraban, sus ojos me desnudaban, pero nadie se detenía a tocarme de la manera que yo deseaba, de la manera que mi cuerpo anhelaba ser tocado. La multitud era un mar de cuerpos, pero ninguno ofrecía el ancla que yo buscaba en ese momento.

De repente, el sonido familiar de mi teléfono me sacó de mi ensimismamiento. Era una llamada de casa, preguntando dónde me encontraba. La voz al otro lado de la línea sonaba preocupada, lo que me hizo darme cuenta de cuánto tiempo había pasado y de lo absorta que estaba en mi experiencia. Con un suspiro, decidí que era hora de irme. Me abrí paso entre la multitud y bajé del autobús en la siguiente parada.

Un taxi apareció casi de inmediato. Me subí, sintiendo el asiento de cuero bajo mis muslos. El viaje a casa fue rápido, un contraste marcado con la lentitud y la intimidad forzada del transporte público.

Al llegar, saludé a mi madre en la sala de estar con un rápido beso en la mejilla y me dirigí directamente a mi recámara. La puerta se cerró detrás de mí, dándome la privacidad que anhelaba. Me quité los ajustados leggings y, al hacerlo, noté unos hilos de mi excitación empapando la tanguita que llevaba debajo. Una oleada de calor me recorrió. Mi conchita, al descubierto, se veía más hinchada y rosadita de lo normal, pulsando suavemente.

La tentación era fuerte. Pensé en tomar uno de mis cepillos de pelo y metérmelo, explorando esa nueva sensación de plenitud. Pero el miedo, la inexperiencia, el hecho de ser aún virgen, me detuvo. No quería arriesgarme. En lugar de eso, mis dedos encontraron su camino hasta mi conchita, y comencé a frotar suavemente. El placer se acumuló rápidamente, una presión deliciosa que se extendió por todo mi cuerpo.

No pasó mucho tiempo hasta que un espasmo me recorrió. Mi conchita expulsó más líquidos de lo normal, dejando mis dedos empapados y una parte de la cama mojada. Me sentí aliviada, la tensión liberada. Con un suspiro de satisfacción, me levanté y fui a tomar un baño, dejando que el agua tibia se llevara los últimos restos de la experiencia del día.

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