Capítulo de "El Crimen del Colibrí"

Buenas. Os comparto el fragmento de una historia por si os gusta:
"  El juego de la oca es tan antiguo como antigua es ya la vieja era moderna de la industrialización. Un juego que se conoció cuando un gran duque de la Toscana quiso agasajar al rey Felipe II de España, pero que hubo que esperar hasta trescientos años más tarde para que causara furor entre las masas, las cuales la han mantenido en sus casas desde entonces. A Emma y Eric les encantaba jugar a la oca, y a Pedro no se le ocurría nada mejor con lo que mantenerlos entretenidos mientras su mujer no estaba en casa. 
 -¡De oca a oca y tiro porque me toca! -exclamó Eric, contento con su suerte. 
 El pequeño de la familia ya tenía diez años, cumplidos pocas semanas atrás. Era un clon de su padre en miniatura, aunque había heredado la nariz de su madre. Tenía el pelo castaño y abundante, pese a que este no bajaba de la nuca, y los ojos tan claros como el cielo en un día de verano. De constitución delgada y bastante alto para su edad, siempre llamaba la atención entres sus compañeros. Era el más risueño de todos, pero también tan travieso como un perrito de pocos meses.  
-¿Seguro que no has hecho trampa? -preguntó su hermana con el ceño fruncido, que no había estado prestando atención a los dados y le extrañaba que le salieran tantas ocas seguidas. 
 Emma era una niña de once años, pero en pocos meses cumpliría por lo que se llevaba con su hermano casi dos años. Como toda hermana mayor había tenido que ser más responsable que Eric, pero era tan halagüeña como él y, muchas veces, igual de pícara. Tenía el pelo muy rubio, como su madre, así como sus labios y sus ojos, pero el rostro alargado era paterno.  Los dos hermanos vestían con el uniforme del colegio, de color azul oscuro y blanco. Así como suéteres negros de cuello alto. 
 -Siempre que te gano dices lo mismo -se quejó Eric. 
 -Venga, dejadlo ya -atajó Pedro, que no quería que sus hijos volvieran a discutir -. Te toca otra vez, Eric.  
 El niño sujetó los dos dados con las dos manos y los zarandeó durante un buen rato. Tanto que su hermana comenzó a impacientarse.  
-¿Quieres tirar de una vez?  Acto seguido Eric los lanzó y salió un cuatro y un seis, moviéndose diez casillas de golpe y evitando por poco el laberinto. Una casilla que haría perder valiosos turnos al muchacho.  
-¡Toma ya! -exclamó con júbilo el niño. 
 Junto al regocijo del muchacho se sucedió un rítmico golpeteo fuerte e insistente en la pared. Parecía como si estuvieran machacando con un ariete los muros del dormitorio principal. Un gimoteo y jadeos distorsionados lo acompañaban, dejando claro la naturaleza sexual del ruido. Pedro apretó la mandíbula, hastiado de ese comportamiento impúdico. 
 -¿Otra vez? -alegó Emma consternada. 
 La niña se sonrojó y el padre bebió de su vaso de agua mientras contaba hasta diez para no gritarle al vecino y llamarlo de todo. 
 -Venga, me toca -dijo finalmente Pedro en un tono serio para desviar la atención de nuevo al juego pese a los sonidos sexuales.  
-Tú estás en la posada -le acusó Eric -. No puedes mover durante un turno. Le toca a Emma. 
 Pedro le dio los dados a su hija mientras fruncía el ceño con enfado por el aumento de intensidad del coito de su vecino. Las embestidas se sucedían con fuerza y no bajaban de intensidad. Parecía que fueran a destrozar la pared de un momento a otro. El mecánico se levantó de su silla y fue hasta la tele para encenderla mientras susurraba maldiciones. Mientras lo hacía miró al reloj de la sala y vio que marcaban las siete y cuarto de la tarde. Claudia le había dicho que volvería sobre las nueve, así que aún quedaba un rato hasta que llegara. 
 Pedro se dirigió a la cocina para hacer unas palomitas. Eran rápidas y fáciles de preparar, y harían algo de ruido que serviría para amortiguar los indecorosos sonidos de los vecinos. Además, pensó que igualmente tendría que hacer algo para la merienda porque Claudia se fue sin dejar nada hecho.  Pedro colocó el millo en la olla y lo bañó con un poco de aceite. Justo para sobresaltarse por un fuerte estampido del cabecero de la cama del vecino en la pared de su casa. 
 -¡Maldita sea! -exclamó en alto sin poder evitarlo, para controlarse inmediatamente después. No quería decir ninguna palabrota con sus hijos en casa, por lo que continuó desahogándose en voz muy baja -. Jodido mujeriego inmoral. A las siete de la tarde en un bloque de apartamentos de familias… Vete al puticlub de donde sacaste a esa -escupió mientras encendía una cerilla y ajustaba el fuego a nivel suave -. Ojalá que se te tuerza la picha mientras revientas a la furcia que se te presta. 
 Mientras las palomitas se iban haciendo comenzó a preparar un par de sándwiches de jamón y queso. Los primeros millos explosionaron rápidamente y trajeron paz a sus oídos. En pocos minutos estuvieron todas y las puso en tres cuencos. Les roció a dos de ellos azúcar, tal y como gustaba a sus hijos, y en la suya sal. Acto seguido lo puso todo en una bandeja, junto con los sándwiches, y volvió a la sala de estar, pero allí no estaban sus hijos. Inmediatamente miró hacia su dormitorio y vio la puerta abierta de par en par. Dejó la bandeja bruscamente en la mesa y uno de los cuencos se movió demasiado. Acabó volcándose a un lado, desparramando las palomitas en la mesa y cayendo algunas al suelo.  Pedro corrió como el viento hacia su dormitorio y vio a sus hijos con la oreja pegada a la pared mientras el vecino continuaba fornicando a su fulana como un toro. Los niños tenían la mano sobre sus bocas, en un gesto inocente que trataba de contener la risa. Las cargas eran bestiales y, aunque la mujer no gemía ruidosamente, se escuchaban unos jadeos con relativa claridad que señalaban el momento en el que el pene penetraba la vagina. El compás era rítmico y permitía imaginar la escena sexual con relativa claridad. Pedro jamás había visto una bestialidad semejante. Ni siquiera en las pocas películas porno que había visto de soltero. Las acometidas eran tan fuertes que la pobre mujer no podría andar durante una semana. Él no entendía cómo alguien podría encontrar atrayente follar de esa manera. Como animales salvajes. 
 Inmediatamente el padre de familia gesticuló furiosamente con la boca y sus dos hijos lo miraron mientras seguían intentando aguantarse la risa. Una vez con la atención de sus hijos Pedro les señaló a la sala para que regresaran para comer la merienda. Estos obedecieron con sonrisas confidentes. Pedro tragó saliva mientras miraba la pared que parecía chirriar entre gemidos de placer sexual. Con la cara roja por la rabia se acercó y con la palma de la mano dio tres tortazos de impotencia, y acto seguido fue hasta la puerta y la cerró de un portazo.
  Ignacio elevó la cadera sin que su pene saliera de la vagina de Claudia, y luego dejó que la gravedad y su propio impulso le permitieran ganar potencia. El cabezón de su miembro llegó hasta el fondo de la vagina y sus propios huevos dieron un golpetazo al clítoris de ella. Las embestidas eran fuertes, pero la valenciana chorreaba de gusto y a él le encantaba dar caña en el coito. 
 Ella estaba boca abajo, con el culo levantado para facilitar las acometidas. Su vagina estaba muy abierta y chorreaba de manera que toda la vulva y la ropa interior era bañada como si de una cascada se tratara. Claudia tenía sus bragas rojas de encaje todavía puestas, pero retiradas a un lado para dejar la vagina libre. Estaban empapadas, adquiriendo un color magenta más oscuro, y permitiendo ver la propia piel de sus nalgas a través de ellas. No tenía nada más, ni su falda, ni su blusa, ni su sostén. Solo unas bragas sexis removidas y cubiertas de líquidos vaginales. Ella se sujetaba al cabecero de la cama del dormitorio de Ignacio con las manos estiradas, mientras mordía la almohada para evitar gritar. El pelo estuvo peinado y recogido en un elaborado moño, pero ahora apenas quedaba nada de eso y el cabello rubio se enmarañaba de forma caótica. La cama chirriaba con los movimientos y el cabecero golpeaba la pared, empujada por la propia periodista con la fuerza del empuje que aguantaba con su cintura. Las tetas de la valenciana estaban aplastadas contra el colchón y su culo enrojecido era elevado tras cada embestida para volver a caer a plomo, vencido. A Claudia le temblaban las piernas, pero estaba gozando como una chiquilla con su primer hula hop.  Entonces tres tortazos pudieron escucharse en la pared. Ignacio se detuvo con su pecho completamente sudoroso por el esfuerzo, y casi al instante se pudo escuchar un portazo al otro lado. 
 -¿Has escuchado eso? -preguntó él. 
 Claudia sacó su cabeza de la almohada, en un estado cercano al desmayo, y giró la cabeza en dirección a su amante. Tenía cara exhausta y movió las caderas para que no se detuviera. Aun así, respondió de inmediato. 
 -Soy yo, con el cabecero -se justificó en voz apenas imperceptible -. Es que si no me agarró me echas de la cama.  -No. Fue otra cosa. ¿No crees que estamos haciendo demasiado ruido? Tu familia está al otro lado.  -Sí, es verdad -confesó ella entre jadeos cansados. 
 Sin embargo, la lasciva postura de la valenciana con su suave culo todo ofrecido impidió que la razón se impusiera. Ignacio volvió a coger impulso y penetrar fuertemente a Claudia, que inmediatamente volvió a sujetarse en el cabecero y a levantar el culo. Se le escapó un gemido antes de volver a morder la almohada. 
 La valenciana había dicho a su marido que tenía que reunirse con varias compañeras de trabajo para hablar sobre un artículo conjunto. Y le había asegurado que volvería antes de las nueve. 
 Lo cierto es que la periodista no había mentido del todo. En el trabajo habían acordado de improviso tener esa reunión a la una, justo cuando ella terminaba su jornada, por lo que había llegado cerca de las cinco a casa y no había podido quedar para follar con Ignacio como hacía cada día entre semana. Y como era viernes no quería tener que esperar hasta el lunes siguiente para poder volver a verle. Así que había alternado los dos acontecimientos, como si estos se hubieran producido a la inversa.  La pareja de amantes llevaba cinco días seguidos fornicando como posesos durante horas, y ella se sentía como en su luna de miel. Por vez primera se veía deseando que su jornada de trabajo acabara solo para llegar a casa y follar con su vecino. Había veces en el periódico que se quedaba bloqueada sin ideas o sin poder escribir una frase solo porque el pene de Ignacio no se le iba de la cabeza. Eso era algo impensable para ella hasta hace poco, ya que volcaba toda su pasión en sus artículos. 
 Claudia abrió más sus piernas mientras sentía como el calor de un orgasmo comenzaba a concentrarse en su entrepierna. Un cosquilleo nacía desde todas las partes de su cuerpo y la recorría de arriba abajo. Empezaba en sus pies y manos de forma electrizante, cubriendo todos los nervios que rodean cada dedo, tobillo o muñeca. Seguía por sus muslos y su espalda por igual, cayendo al punto central del deseo raspando su piel como esquís que se precipitan ladera abajo sobre nieve virgen. La valenciana soltó la almohada con la boca y comenzó a jadear. Los movimientos del culo fueron más pronunciados y lentos, y entonces le tembló el cuerpo mientras lo movía con espasmos. El orgasmo la sacudió como a un saco de boxeo. Lanzó un gemido obsceno y sonoro que debió escucharse en toda la casa, solo que tan grave y gutural que tenía la esperanza que confundiera a quien pudiera reconocerla. Pero Claudia no se preocupó por eso en ese momento. Solo dejó caer su cuerpo a plomo en la cama. Alcanzando una paz y tranquilidad que liberaron todo su estrés de golpe. Se sintió como si le hubieran hecho un masaje durante horas, y si dejara mecer su cuerpo unos segundos sabía que se dormiría apaciblemente.  En ese momento, Ignacio continuaba metiendo hasta el fondo su polla. Seguía penetrando el cuerpo, ahora inerte, como si de una muñeca hinchable se tratara. Y finalmente retiró su falo justo antes de correrse sobre las bragas puestas de Claudia. El culo de la valenciana quedó enfangado de semen y tela de encaje, y comenzó a esparcirse como hilillos de ríos que bordearon la piel suave de ella. 
   El reloj punteaba ya las ocho y media. Claudia se había vestido y preparado para marcharse de vuelta a su casa y fingir que venía desde mucho más lejos, pero una vez más había acabado con el rabo de Ignacio entre las piernas. 
 El deseo de los cuerpos de los amantes era irrefrenable y cada día batían el récord de coitos totales. En el pollo de la cocina, en el cuarto de la lavadora, en el sillón de la sala, la ducha o por supuesto la cama. Cualquier cosa que llevaran a cabo juntos acababa en sexo desenfrenado, y más cuando debían despedirse. Claudia ya se había maquillado y vestido, y estaba a punto de salir por la puerta cuando Ignacio la agarró por la cintura y la empotró contra la pared. Antes de que le levantara la falda el coño de la valenciana ya escupía sus babas transparentes de lujuria. 
 Claudia tenía las manos apoyadas contra el muro y había puesto el culo en pompa. De espaldas a él, tratando de que su maquillaje y su peinado no acabaran destartalados en esta ocasión. El ingeniero había vuelto a estirar las bragas rojas de encaje y tenía su miembro entre ambas nalgas, frotándolo de arriba abajo. 
 -¿Te pasarás mañana otra vez? -le preguntó él mientras apartaba las bragas rojas de nuevo para dejar libre la vagina de ella. De poco le valió la acción, ya que estas estaban menos firmes y apenas se apartaban si no se seguían agarrando. 
 Lo cierto era que las bragas parecían ya un saco roto. Claudia había notado como se habían alargado las costuras bastante, ya que estas bailaron en sus caderas de forma incómoda cuando se las volvió a poner. Ignacio la folló con ellas puestas la primera vez y acabaron estirándose demasiado hasta ganar dos tallas por lo menos, de manera que ahora no se ajustaban y molestaban al ingeniero en el coito. En su desesperación las arrancó de un manotazo rompiéndolas por la mitad y las tiró a un lado. A Claudia le dio pena que sus bragas acabaran así, pues habían sido un regalo reciente de reyes de su marido, y era la primera vez que se las ponía. Aunque, por otro lado, el gesto brusco la había puesto muy cachonda, y provocó que se sintiera como una fulana y abriera las piernas de forma obscena. 
 -No puedo los fines de semana -le recordó ella con voz jadeante por la excitación -. Solo entre semana después de que llegue del trabajo. 
 El ingeniero metió su miembro al fin en el coño jugoso de su amante y la introdujo palmo a palmo con mucho placer, siguiendo hasta que el cabezón de su miembro llegara hasta el final de la vagina de ella. 
 -Pero hoy has venido estando tu familia en casa. ¿No se te puede ocurrir algo igual para mañana? 
 Claudia suspiró y volvió a negar con la cabeza. 
 -Lo de hoy ha sido una excepción, pero no puede ocurrir más. Solo podemos cuando mi marido y mis hijos estén fuera -insistió mientras cerraba los ojos y sentía como el miembro de su amante avanzaba centímetro a centímetro. Se lamió los labios antes de volver a hablar -. Además, mañana vamos a estar en el Retiro, y luego almorzaremos en algún restaurante.  Ignacio comenzó a ganar velocidad y su polla fue devorando el coño de Claudia con impetuosidad. La valencia giró la cabeza dos veces en los siguientes minutos asegurándose de que no se iba demasiado la hora, pero se dijo que había dicho a su marido que llegaría antes de las nueve, así que, aunque llegara a las ocho y cincuenta y cinco, seguiría cumpliendo con su palabra. Justo cuando ella expiraba una bocanada de aire de sus pulmones de satisfacción plena varios estampidos fuertes e impetuosos sonaron en la puerta. Casi parecía que habían dado puñetazos. 
 Ambos se sobresaltaron por los golpetazos, pero Ignacio casi pareció entrar en pánico durante un momento. Se quedó paralizado mirando hacia la entrada con ojos abiertos como platos, al tiempo que había retirado su miembro de la vagina de ella. La valenciana ya había visto esa misma reacción a lo largo de la semana. No era la primera vez que tocaban o llamaban, y en todas ellas el ingeniero no había reaccionado de ningún modo. Solo ignorando el acontecimiento. En un principio Claudia lo había agradecido desde la perspectiva de la discreción, e incluso había pensado que eran consideraciones de Ignacio hacia ella. Pero había llegado a distinguir el miedo en los ojos de su amante. 
 De hecho, era habitual en el piso de Ignacio que el teléfono estuviera descolgado, o las persianas y cortinas pasadas todo el día. El ingeniero apenas salía del edificio y Claudia sabía que él tenía un arma cargada en la casa. Además, había instalado recientemente una mirilla en la puerta de la entrada. Un nuevo golpeteo volvió a sacudir la madera de la puerta. 
 La valenciana se dio la vuelta, preocupada al observar cómo Ignacio bajaba la vista al suelo y trataba de simular despreocupación. Ella se preguntó quién podría ser el desaprensivo que tanto le inquietaba. Con mucha curiosidad Claudia se acercó a la mirilla de la puerta y observó tras ella. Había un hombre alto y fuerte con gabardina negra y un sombrero que le cubría casi todo el rostro, dejando solo la barbilla y la boca al descubierto. Tenía un cigarrillo en los labios y estaba cruzado de brazos. A ella no le sonaba de nada, y reconoció que ciertamente tenía un aspecto siniestro.  Inmediatamente el ingeniero sujetó a Claudia por los hombros y la retiró para atrás con alarma en su rostro. Se la llevó a la cocina en completo silencio y se encerró allí con ella. Unos nuevos toqueteos sacudieron la puerta insistentemente. 
 -¡¿Qué haces?! -le recriminó él en voz muy baja.  -Solo miraba a ver quién era -susurró ella -. Para eso es la mirilla, ¿no? 
 -Desde el otro lado se puede intuir cuando alguien mira. Así le estás diciendo que hay alguien en la casa -le reprochó él, enfadado. Emoción que Ignacio nunca había mostrado ante Claudia. 
 -Perdona -dijo ella con las palmas de las manos abiertas en señal de disculpa -. Es que como no me dices qué temes tanto no sé cómo debo reaccionar. Debes dinero a alguien, ¿o qué? 
 -Es largo y complejo de explicar. Pero no hables a nadie que te encuentres en este edificio sobre mí, ¿de acuerdo? 
 -Sí, de acuerdo -aceptó ella de inmediato mientras lo miraba apenada. Acto seguido lo abrazó con ternura -. Ven aquí. No te preocupes. Pues claro que seré discreta, ¿o te has olvidado de mi situación? -terminó diciendo con una risa comedida que a él también le sacó una sonrisa. 
 -Gracias -indicó tras darle un beso a ella en la frente. 
 La valenciana levantó el rostro para que sus labios quedaran cerca de los de él y lo besó tiernamente. Las lenguas de ambos se fundieron en un cálido abrazo. Claudia sintió como todo su cuerpo elevaba su temperatura y entraba en un sopor que la hacía levitar como una nube. Sus lenguas gelatinosas se frotaban entre sí y la valenciana se tragaba la saliva de él con gusto, como si de un manjar de dioses se tratara. El apasionado beso se alargó hasta que un nuevo conjunto de mazazos estremeció la puerta. 
 -¿No se cansa? -preguntó ella en un susurro tras separar a regañadientes sus labios de los de él. 
 -¿Y si abres tú y cuando te pregunte por mí le dices que no me conoces? -comentó a medida que aumentaba el énfasis de la pregunta. 
 -¿Cómo? -cuestionó ella confusa. 
 Sin embargo, el ingeniero parecía ahora más convencido por la idea. 
 -Le dices qué has alquilado este piso recientemente, y que el antiguo dueño lo dejó a principios de semana. 
 -Pero si vivo al lado. 
 -Pero él no lo sabrá. Quizá así me deje en paz. 
 -No lo sé. Es muy arriesgado. Teóricamente no quiero que me vean aquí contigo.  
 -No quieres que te vea tu marido o los vecinos, pero él no vive aquí. Y me estarías haciendo un gran favor. 
 Claudia suspiró muy nerviosa de repente. Quería ayudarlo mucho, y poder hacer algo por él que estaba a su alcance la motivaba, pero se arriesgaba a que algún vecino que estuviera pasando por ahí la viera. 
 -¿Y si alguien…?  -Pues cierras la puerta de golpe -le interrumpió él para luego insistir de nuevo -. Desde que escuches a alguien en el pasillo, aparte de ese tipo, cierra la puerta incluso aunque estés en medio de una conversación. 
 La valenciana volvió a suspirar y finalmente asintió poco convencida, pero se reafirmó cuando lo miró a los ojos con ternura. 
 -Está bien -le dijo para volver a besarle calurosamente por casi diez segundos. Cuando salió de la cocina frunció el ceño y susurró -. ¿Seguro que sigue ahí? 
 Como si quisieran responder a su pregunta la puerta volvió a sonar nuevamente, aunque esta vez el golpeteo fue más suave que la vez anterior. Claudia se acercó a la puerta con un andar pausado y respiró hondamente. Se dijo que igualmente tenía que despacharlo si quería ir a su casa. Así que terminaría la conversación rápido y en cuanto lo viera marcharse iría a su apartamento oportunamente. 
 Tras llegar a la entrada sujetó el picaporte y lo giró. La periodista abrió la puerta con miedo, y tan pronto una parte de esta quedó abierta vio la figura de su marido de espaldas, mientras miraba a la izquierda con la intención de irse. Claudia abrió los ojos como platos con un pánico mudo que casi la hace desmayar del tirón. Se le formó un nudo en el estómago tan grande que la hizo doblar y permitió que reaccionara y se escondiera tras la puerta a medida que la abría. Todo antes de que su marido se diera la vuelta ahora que veía que habían abierto. 
 La valenciana colocó su espalda junto a la pared mientras temblaba de terror. La puerta la tapaba, pero no había nadie para recibir a Pedro. Claudia tenía las manos temblorosas y su cuerpo no reaccionaba. Por puro instinto empujó la puerta torpemente para que esta se cerrara, pero el gesto fue tan ineficiente que apenas se cerró un palmo muy lentamente.  Pedro frunció el ceño, extrañado porque la puerta se hubiera abierto y no hubiera nadie al otro lado. Y cuando vio que se comenzaba a cerrar lentamente la sujetó. 
 -Hola -llamó al apartamento en sí, como si hablara con un fantasma -. ¿Hay alguien?  Pedro tenía un pie dentro del apartamento, pero no se movía, e inmediatamente entró en la sala Ignacio, que había reconocido la voz de su vecino. Llevaba solo un albornoz encima, y tras él estaba desnudo. Pero actuó como si nada y mostró su mano a su nuevo huésped con total hospitalidad.  -¿Pedro? Qué sorpresa. 
 Pedro dio otros dos pasos dentro del piso para dar la mano con educación a su vecino. Claudia sintió como su marido había entrado en el apartamento, y sujetó el picaporte discretamente para que ni el viento hiciera que la puerta se cerrara mientras ella la necesitara para esconderse. 
 -¿Quién ha abierto la puerta? -preguntó todavía desconcertado. 
 -Desde que me pusieron la mirilla se abre sola, a veces. Tengo que llamarles de nuevo para que me la arreglen. 
 Pedro frunció el ceño muy confuso. Miró la puerta de arriba a abajo sin entenderlo. 
 -¿Qué tiene que ver la mirilla con el picaporte? 
 -Justamente eso es lo que quiero averiguar. Te prometo que antes no pasaba -comentó con su mejor sonrisa -. Por cierto. ¿No has visto a otro tipo que estaba aquí justo ahora? 
 -Pues sí. He salido porque los estampidos que daba a tu puerta comenzaban a ser molestos, pero ya estaba marchándose cuando salí de mi casa. Me miró y luego se fue -detalló -. Parecía un tipo muy siniestro. ¿Quién es? 
 -No lo sé -negó Ignacio con gesto sincero -. Creo que me debe haber confundido con alguien. Por eso no le he abierto. 
 En ese momento Pedro se fijó en las bragas rojas que estaban a pocos pasos a la derecha, en el suelo. Se fijó en el encaje y la suave tela, y las reconoció de inmediato. 
 -La dependienta de la boutique me aseguró que era una prenda única hecha a mano -dijo mientras señalaba la prenda interior femenina y luego negaba con la cabeza -. Qué embustera. En menos de un mes ya veo otras iguales. Hoy en día todo el mundo quiere venderte lo que sea, y no les importa mentir con ello. 
 Claudia cerró los ojos al borde de un ataque de nervios una vez se dio cuenta de que hablaba sobre las bragas de encaje rojas que le había regalado su marido. No había tenido tiempo de recogerlas. Ignacio, sin embargo, se encogió de hombros y dio la razón a su vecino. 
 -Totalmente de acuerdo. Creo que mi novia las compró en un centro comercial, así que imagínate. Ya todo se hace a gran escala para abaratar costes. 
 -Pues a mí me costó un ojo de la cara -se quejó él. 
 -Sí, son de buena calidad. Y muy suaves -le aseguró para luego hablar en tono jocoso -. Pero se rompen con facilidad, así que no te aconsejo que hagas el amor con tu mujer con ellas puestas. 
 Pedro carraspeó incómodo porque hubiera mencionado a su mujer y su vida íntima en esos términos. 
 -Ya -indicó finalmente con desinterés para a continuación endurecer el rostro y cambiar de tema -. Por cierto, quería aprovechar y hablar contigo sobre una cosa. 
 A Claudia se le hizo un nudo en la garganta por el miedo. En un instante pensó que la habían reconocido de algún modo y eso la puso muy nerviosa. 
 -Tu dirás, vecino -dijo Ignacio. 
 -¿Podrías contenerte un poco con tu novia? Al menos por la tarde. Mis hijos suelen estar en la sala cuando vienen del colegio.  La valenciana apretó la mandíbula consternada por la acusación, siendo consciente en ese momento de la gravedad de su proceder de cara a su familia. Sus hijos habían tenido que escucharla, aunque no supieran exactamente que se tratara de ella, follando con el vecino. 
 -Ah, entiendo -comentó el ingeniero un poco incómodo. 
 -Mis pequeños están en una edad muy mala. A punto de empezar la pubertad, y no quiero que estén escuchando cosas semejantes tan alto y desde tan temprano. 
 -Comprendo. No sé qué decir -volvió a insistir -. Intentaré contenerme un poco. 
 -Te lo agradecería. Y deberías cambiar de cama. Chirría como mil demonios. 
 Ignacio puso su mano detrás de la cabeza al tiempo que sonreía discretamente. Claudia trataba incluso de no respirar y cada vez se ponía más nerviosa. Su mayor temor era desmayarse, porque así se descubriría tras desplomarse. Sus manos sudorosas seguían sujetando el picaporte, pero le temblaban y le dio la impresión que iba mecer la puerta con su tembleque. Ignacio, sin embargo, simulaba tranquilidad y volvió a asentir a su vecino. 
 -Tienes razón. Será de las primeras cosas que haga.  Pedro suspiró y asintió también con cordialidad. 
 -De acuerdo. Me alegro de haberte vuelto a ver -dijo finalmente mientras le ofrecía de nuevo su mano. Tras el apretón, Pedro se dio la vuelta -. Cuídate. 
 -Lo mismo digo. 
 Ignacio se dispuso a cerrar la puerta y la valenciana soltó el picaporte para que pudiera hacerlo. Tras la puerta se encontraba una Claudia tiritando como un flan. De hecho, su amante tuvo que prepararle una tila para que esta se calmara, pues no podía ir así a su casa de nuevo. Entre una cosa y otra transcurrió el tiempo, y al final llegó a las nueve y media. Su familia la recibió con las manos abiertas."


Siento mucho los errores que puedan haber sobre todo de espacios. Es que el editor de Poringa no me copia bien.
Este es un capítulo de mi libro "El crimen del Colibrí" que está ahora mismo a la venta gratis en amazon: https://www.amazon.com/dp/B0CTYR62B4
Estará gratis hasta el Martes 21 de este mes así que aprovechad a descargaroslo antes del martes y lo podréis leer completo sin coste. Si se os pasa la fecha preguntadme por privado y os avisaré de la próxima fecha en la que lo pondré gratuito. Un saludo.

0 comentarios - Capítulo de "El Crimen del Colibrí"