El Príncipe púrpura

Una alegría estar de vuelta. Pero si este post no llega a 500 puntos, espero que compren el libro para enterarse como sigue (faltan veinte caítulos). Un saludo a todos los amigos.

Capitulo I

Yo, Juan, por la Gracia de Dios, príncipe y servidor de Su Iglesia. Alcanzado el cenit de mi existencia terrenal y al solo efecto de liberar mi alma de los pesados pecados que la aquejan. Deseando salvar del calvario a tantos hermanos que, como yo, pueden sucumbir a la debilidad. Ofrezco este testimonio de vida; solicitando a Ustedes, mis hermanos, su misericordia y oraciones en el momento en que mi alma parta.

Siendo casi un niño de once años creí recibir el llamado de Nuestro Señor; en mi vocación Sacerdotal y misionera. Con el estímulo de mis maestros y el feliz permiso de mi madre, devota mujer que dedicaba su vida de pobreza al servicio de la Iglesia y de los necesitados; ingresé en el aspirantado sacerdotal. Durante cinco años conviví con otros jóvenes como yo, escapados de la pobreza, con familias devotas, que veían en el sacerdocio una suerte de promoción social.

Mi título secundario y mi nueva condición de novicio me dieron muchas ventajas. Supe apreciar los viajes a todas las casas de la congregación, promocionales si se quieren, a fin de inspirar a los jóvenes y niños a abrazar el sacerdocio; la respetabilidad que me daba un cuello clerical en medio de masas devotas; una educación cada vez mas afilada que me daba acceso a las conciencias y los sentimientos de las gentes.

Todo eso fue valorado. Aunque siempre estaba insatisfecho. Algo en mi fuero interno me impulsaba a ahondar y exprimir esas ventajas en mi propio beneficio. Yo era esa sanguijuela silenciosa que succionaba sin hacerse notar. Sacaba provecho del jugo vital de todo lo que me rodeaba. Era un varón protegido y mimado; vivía en una sociedad que respetaba los renunciamientos pero a los que no se atrevía, y me recluía a otra sociedad de eunucos sagrados que acogía a hombres y mujeres sin sexo, pero que en su fuero interno escupían sobre sus propias afirmaciones.

Lo supe durante mis estudios de teología; cuando el padre Francisco me encaminó al “túnel”. ¡Ve hijo mío y presta tu servicio espiritual; que tu mano derecha no sepa lo que hace la izquierda! Y ante ese sagrado mandato me encamine, por primera vez, hasta llegar a una enorme sala. Se distribuían en el espacio una mesa recién servida, una cama y un divino altar. Un caliz rebosante, un copón con hostias y varios adminículos de culto completaban el cuadro. Lo más sorprendente era la joven novicia que rezaba devotamente frente al altar.

Permanecí unos instantes en el marco de la puerta, en respetuoso silencio de la oración que se elevaba al altísimo.
En mi mente giraban mártires y santos que sacrificaron su vida por nuestra santa fe, pero la novicia giró su cabeza, me miró y me dijo:
-Mi padre espera perenne sacrificio, que sea mi cuerpo su voluntad!!!!!
Yo no entendí, su mirada no tenía nada de devota.
Y que se supone que haga hija mia?
Lo que dispongas padrecito!!
La duda siguió a la acción. La novicia se desprendió de su habito, para dejar expuesto su cuerpo totalmente desnudo. Verdaderamente quedé anonadado por el blanco de su piel, sus rotundas caderas, el capullo de sus pechos que se me antojaban coronados por fresas maduras. Más abajo, una fina hendidura rosada brillaba como durazno maduro en un delicioso anticipo de los placeres que habrían de reclamarlo.
La novicia se encaminó hacia mi y postrándose de rodillas elevó su mirada suplicante y pesarosa.

-Amantísimo padre, la Madre Superiora ya me instruyó en mis deberes, a los que me entrego sin la más mínima duda ni objeción.
-Cuál es tu nombre hija mía?
-Soy la novicia Clara, padrecito!
La perversión se prestaba a ese juego sacrílego, solo se leía una desenfrenada sensualidad en ese angelical rostro.
Y acto seguido comenzó a despojarme de mis vestiduras sin que me opusiera en lo más mínimo.
Clara dejó escapar una exclamación de sorpresa cuando el oculto prisionero saltó como un resorte y apuntaba amenazador directamente a su boca.

-Querido padrecito, no me advirtieron que vería un monstruo. El padre Francisco y los dos novicios anteriores deben tener la mitad de este!!

-No tienes nada que temer, solo debes cumplir con tu sagrado deber!

A pesar de sus protestas, Clara no ocultaba su expresión de lujuria.
Y sin más el pene se encaminó a su boca, abriéndose paso entre sus labios abiertos. Clara jadeaba, emitía sordos ruidos cada vez que trataba de respirar. Mi placer era pío, sentía su lengua juguetear con el glande y el orificio de la uretra, los labios que oprimían la corona mientras unos finos y blancos dedos frotaban el grueso tronco.
Mis piernas temblaban al sentir los espasmos que anunciaban el placer. Solo me bastó una mirada al rostro teñido en carmesí para saber que ella también estaba gozando.
Bastaron unos segundos para que mi pene comenzara a derramar borbotones de semen en su garganta. En un arrebato brutal, y sin conciencia, tomé entre mis manos su cabeza y la empujé penetrando su boca, mientras la bestia seguía emitiendo su preciado jugo.
Clara hizo arcadas al liberarse, pero sus manos solícitas tomaban todo el semen derramado en su cara y lo llevaba a su boca. Lamió cada resto de semen esparcido con una devoción encomiable.

-Amado padrecito, divino placer me ha proporcionado. Usted también lo ha sentido?

Demasiado agitado para contestar me limité a levantarla y besarla apasionadamente, al tiempo que mis manos estrujaban sus deliciosos pechos.
Clara daba muestras de necesitar un poco de placer para ella y sus caricias al miembro comenzaron a dar sus frutos. La vara se extendía hasta alcanzar una gloriosa erección; el pene amenazaba el cielo y se doblaba sobre el vientre.
Suavemente empujé a clara hacia el lecho, hasta acomodarla sobre él. Con apresurados movimientos me liberé del resto de mis vestimentas y sin más apoyé el glande entre los labios de la húmeda vagina.
Ante el mágico contacto de carnes y fluidos, todo su cuerpo se estremeció anticipándose a los placeres del coito; fue indescriptible la sensación de sentir mi pene atrapado entre los ajustados pliegues de su vagina; era un deleite morboso ver sus ojos desmesuradamente abiertos y una música celestial oír sus estertores anhelantes de aire. Todo conspiraba para que disfrutara de los placeres más selectos sin preocuparme de nada.

-hijo de putaaa, terminá rápido y sacala!!!

Clara había olvidado todo el recato y el florido lenguaje que utilizaban las monjas con los curas; sus piernas se sacudían contra el colchón mientras trataba de golpearme, sin éxito, con los puños cerrados en el pecho.
Intencionalmente retardé mi desahogo, accionando muy lentamente, mientras mi boca ansiosa devoraba toda la carne que se ponía a su alcance.
Llegado un momento comencé a percibir considerable humedad en la cálida vagina; el rostro de mi adorable compañera adquiría un color rojizo y su respiración se hacía más agitada. El placer se había posesionado de su persona y su naturaleza lujuriosa reclamaba lo suyo.

-Si, si, si, no dejes de moverte, dame todo, reventame!
Mis movimientos se aceleraron hasta el frenesí, con una furia lujuriosa rayando en la locura; Clara se retorcía y jadeaba con cada embestida; en su incoherencia me insultaba, arañaba, me declaraba su amor.
Pero todo tiene un fin, aunque placentero, y torrentes de leche escaparon ardorosamente de mi pene. Vaya si fueron recibidos con deleite. En la perfección del goce Clara explotó en un histriónico orgasmo de risa y llanto entremezclado.

Siguió una razonable pausa en la que Clara se abrazó con llanto y palabras de agradecimiento; cuando pudimos levantarnos aprovechamos las dádivas de la mesa con abundantes libaciones de buen vino. El calor de la bebida con la charla subida de tono, sumado a que estábamos completamente desnudos, sirvieron para reavivar el deseo.
A una simple invitación Clara se dirigió al lecho; sin pensarlo dos veces me eché de espaldas y ella se posicionó a horcajadas ensartándose hasta lo más íntimo de su ser.
Fue toda una noche dedicada al placer y a la lujuria. Nada de su cuerpo quedó sin explorar ni quedó cavidad sin llenar con apasionado fluido. Una y otra vez la insania se apoderó de nuestras conciencias hasta llevarnos al paroxismo.
Rezamos juntos en agradecimiento frente al altar y nos despedimos con besos y promesas mutuas. Lo cierto es que mi cuerpo se había llenado de satisfacción y no me importaba otra cosa.


Capítulo II

Silenciosamente desanduve el camino del túnel y me deslicé en mi cuarto. Grande fue mi sorpresa de encontrar al Reverendo padre Francisco sentado en mi silla de escritorio, esperándome.

-Bienvenido hijo mío!
-pero, pero!

Solo atinaba a tímidos balbuceos ante la presencia autoritaria de mi maestro de novicios. ¿Sabría él la magnitud de mi pecado?

-No temas, es hora que te introduzca en los secretos de nuestra orden y te instruya a fin de que también tú desempeñes los deberes que te corresponden.
-Como bien sabes, nuestro Santo Fundador instituyó nuestra orden con el fin único de dedicarse al cuidado de la juventud pobre y abandonada. Pues bien, temprano antes que tarde comprendió los riesgos de entregar niños a una sociedad de hombre célibes y con necesidades más que evidentes. Él mismo era un hombre de santas intenciones, pero también de fuertes apetitos sexuales, y por eso decidió crear a orden de monjas hermanas con el fin explícito de ocuparse del cuidado de las niñas, pero con el secretísimo fin de cuidar la salud de nuestros buenos padres y hermanas.
Antiguamente, hijo mío, este secreto era revelado a los hermanos y hermanas ya ordenados. Más adelante, ante las deserciones de novicios y novicias con un pie en los votos perpetuos, los consejos inspectoriales de ambas órdenes decidieron introducir en la práctica a todos los novicios de tercer año.

-pero entonces todo esto está permitido???

-Por supuesto hijo mío, nuestro Padre celestial nos hizo hombres y mujeres para el disfrute mutuo. Hay pecados sumamente repugnantes y mayores como la homosexualidad, el lesbianismo y la pedofilia, que atentan contra la salud de nuestra orden y el ministerio. Dios perdona a sus hijos por preservar su salud como adultos y libres.

-O sea que puedo disponer de esos placeres sin temor a sanción?
-Por supuesto, siempre obedeciendo a las reglas y normas establecidas. Deberás esperar a que tu superior, en este caso yo, te indique que es momento que lo hagas.
La madre superiora de la congregación hermana aplica iguales reglas y, en todo caso, acordamos a quienes es más conveniente relacionar; por ser tu primera vez, te eximo de presentar tu informe, pero cada vez que te convoque deberás dar pormenorizado detalles de tu encuentro.
Tu cuerpo y alma estarán sujetos a sagrado voto de silencio sobre este asunto y tu obediencia deberá ser estricta.

-Así lo haré padre.

Y dicho esto el padre Francisco se retiró silenciosamente dándome su bendición. Dejándome así, solo con mis pensamientos.


Capítulo III

Varias semanas transcurrieron, desde el curioso incidente de mi iniciación en la copulación sagrada. Durante ese tiempo pude enterarme, por mis hermanos, de numerosos secretos. El famoso túnel unía ambas casas religiosas; la gran sala se ubicaba debajo de la plaza interna. Cada edificio contaba con su propio acceso y llave.
-así que si estas pensando darte una vueltita a la noche a sacudirte una monjita, olvidate! Dijera un compañero que ya lo había intentado.
Las llaves de los accesos estaban en manos del Padre Francisco y la Madre superiora. Ellos decidían cuando y con quien. Y por lo que deduje, sabían cada detalle íntimo de los encuentros. Era interesante, pero por práctica evitaban que dos religiosos se encontraran con frecuencia; una manera de impedir enamoramientos inconvenientes, celos o envidias.
Todos los sacerdotes y novicios andaban el camino a su turno. Incluso los más ancianos, lo hacían con juvenil entusiasmo.

Pacientemente aguardé mi turno. Y excelsa fue mi alegría cuando la noche de navidad el Padre Francisco me ordenó prestar mi servicio. Caminé resueltamente, en la seguridad que un selecto manjar me esperaba.
Grande fue mi sorpresa al encontrar a la hermana superiora, acompañada de otras dos monjas.
¡Madre superiora! ¿Qué sucede?
-Nada que deba preocuparte hijo mío. Permíteme que te presente a las hermanas Asunta y Ester. Y pienso que debo explicarte como es debido.
-En la casa de las hermanas somos cuatro monjas por cada padre. Resulta harto dudoso dar satisfacción a todas las hermanas. Atendiendo a esas razones, y a los comentarios de la hermana Clara, no dudo que serás capaz de apagar el fuego que nos consume.

Dicho esto, las monjas inclinaron la cabeza en una breve oración, y dejaron caer sus habitos. Las tres mujeres rondaban entre los cuarenta y cincuenta años. Totalmente desnudas, a excepción de sus cofias, exhibían cuerpos magros; los mismos cuerpos que se logran con la práctica constante del trabajo y el ascetismo.

Pero nada tenían de ascetas esas mujeres lujuriosas. Como consumadas hetairas se acercaron felinamente. Mi cuerpo fue objeto de obsceno manoseo, mientras poco a poco me desnudaban.

-sos un Dios pagano de la antigüedad! Se admiraba la madre superiora mientras me arrastraba al lecho.

-Es hora de brindar hermanas!

Y de la nada apareció una botella de vino. Arrojaba chorritos sobre mi cuerpo desnudo. Asunta y Ester lamía el precioso líquido de la misma piel. Ese proceder lujurioso me provocaba cosquillas, pero más aún, una perentoria excitación..

El juego subió de intensidad cuando la monja aplico el pico de la botella sobre el prepucio:
-No pierdan ni una gota hermanitas!!!

Y ambas monjas realizaron su tarea con tal fruicion, produciendome un agonico orgasmo. Ambas lamian escroto, tronco y testiculos, el abundante vino mezclado con semen. Mi cuerpo se retorcia como un lagarto.

Entre mis gritos de placentera angustia, la madre superiora empujo a sus compañeras de juego. Tomando el todavia rigido pene se empalo en él hasta el mismo útero. Con movimientos ondulantes de sus caderas, contracciones voluntarias de su vagina y un ardiente fluido; milagrosamente impidio que la vara se pusiera flaccida.

-Es tu turno Asunta! dijo la superiora soltando la estaca. Y prestamente la aludida ocupo su lugar. Las enormes tetas de Asunta se bamboleaban, mientras ella emitia risistas histéricas y ladeaba la cabeza de un lado al otro.

-ARGGGGGGG! es cierto lo que decia Clara!!!!! lo siento hasta el estomago!!!!

Ester no queria quedar ajena al placer que contemplaba. Resueltamente puso su vagina a la altura de mi boca. Decir que la chupe es una pobre descripccion. Literalmente mi boca se convirtio en una ventosa; amenazando arrancar las partes mas sensibles.

Mis manos fueron hasta sus pechos. Eran casi inexistentes. Sin embargo gastaban unos pezones enormes. Al estrujar esos pezones, la monja ya no pudo contener los gritos. La boca la estaba matando y sus pezones oprimidos no hicieron mas que estallar su desesperado placer.

Asunta y Ester se abrazaban. Se besaban. La madre superiora colaboraba con el excitante juego acariciandome los testiculos. De cuando en cuando, deslizaba dos dedos en el culo de Asunta.

Sin poder contenerme por mas tiempo, el pene estallo. Con desesperacion redoble mi trabajo bucal en la vagina de Ester. Ambas monjas cayeron desfallecidas.
Solo la madre superiora redoblo la accion. Era una compulsiva bebedora de semen. Viendo el manatial que brotaba que brotaba de la vagina de Asunta, se arrojo sobre ella a devorarla. Pobre Asunta. Con un grito de desmayo anunció que sus defensa había cedido una vez más.
Solo la Superiora y su servidor permanecían incólumes. Y después de un juego previo de besos y caricias, el ánfora sagrada de la superiora recibió su tributo en toda la extensión.

Ellas eran tres mujeres experimentadas y sensuales. Pero el vigor de la juventud era mío. Estar en compañía de mujeres tan santas y espirituales despertaban ansias incontenibles. Una y otra vez el rígido instrumento realizó su tarea. En un amorfo revoltijo de cuerpos el gozo fue infinito.

Pero a pesar de mis súplicas y ruegos; solo la madre superiora accedió a someterse y permitir que mi rígido instrumento penetrara en el oscuro nicho de su templo de Sodoma.


No hubo cena de navidad. Exhaustos, ahítos y rendidos, cada cual buscó abrigo en sus fríos lechos. Solo recuerdo que me dormí con una gran sonrisa.

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