Teoría y práctica
El aula estaba en silencio. No por respeto, sino por concentración. La materia era densa —Epistemología de las ciencias sociales, cuarto año— y Marcos sabía que no podía aflojar. No con estos contenidos. No con esa generación de cristal que apenas pestañeaba si no les hablaban en clave de red social.
Y sin embargo, él era el que no podía concentrarse.
Josefina estaba en primera fila.
Otra vez.

Sentada con las piernas cruzadas, libreta sobre las rodillas, la cabeza ligeramente inclinada como si le interesara de verdad lo que decía. Pero no era la pose de una alumna aplicada. Era otra cosa. Algo en la forma en que jugaba con la tapa del bolígrafo. En cómo lo miraba. Directo, sin titubear, como si supiera lo que le provocaba.
La mini falda de tela escocesa apenas le cubría los muslos. Medias negras. Botas de caña corta. Una mezcla cuidadosamente calculada entre inocencia y desafío. Las pecas sobre la nariz la hacían parecer una chica de veinte. La actitud… no tanto.
—…en el siglo XVIII, el positivismo… —balbuceó Marcos, y ahí se interrumpió.
Una pausa. Un silencio tenso.
El pizarrón lo esperaba, la oración inconclusa flotando en el aire. Volvió a mirar sus apuntes.
Había dicho mal el año. Lo supo de inmediato. Lo supieron todos.
—Perdón —corrigió—, siglo XIX. El siglo XIX.
Nadie dijo nada. Algunos ni lo notaron. Pero Josefina sonrió. No burlona, sino… sabiendo. Una sonrisa leve, cómplice, casi imperceptible. Pero él la vio. Y fue peor.
“No puede ser que todavía me pase esto”, pensó, tragando saliva.
“Con todo lo que viví, con todo lo que enseñé, con la vida que tengo… ¿cómo puede ser que una alumna me desconcentre así?”
Volvió a escribir en el pizarrón, apretando un poco más la tiza. No quería mirarla. Sabía que si volvía a hacerlo, iba a perder otra vez el hilo.
Detrás suyo, escuchó un leve crujido. Una pierna que se movía. Un roce de botas en el suelo. El cruce de medias negras sobre el banco.
Y la voz de ella.
—Profe… ¿puedo hacerle una pregunta?
La voz de Josefina lo obligó a girarse. Lenta, suave, como si lo sacara de un sueño que no quería admitir. El aula se acomodó en un silencio tenso. Algunos estudiantes levantaron la vista, atentos.
Marcos asintió, marcando con la tiza un punto en el pizarrón que no existía.
—Claro, decime.
Josefina se acomodó en la silla. La falda se tensó un poco más. Sonrió apenas, como si midiera cada palabra antes de soltarla.
—¿Usted está diciendo que… toda teoría necesita una práctica?
Un par de risas suaves se escaparon al fondo. No fue escandaloso. Pero se sintió.
Una de esas risas incómodas que solo surgen cuando algo suena bien… y mal al mismo tiempo.
Marcos parpadeó. Abrió la boca, pero no encontró aire. Sintió un calor seco subirle por la nuca.
Josefina lo miraba fijo, sin bajar la vista. Sonriendo con la boca, pero no con los ojos.
Sabía lo que había dicho. Y lo había dicho para él.
—Digo… —continuó ella, como si nada— si toda teoría necesita ser puesta a prueba para tener validez. En la práctica.
Otro silencio. Esta vez más denso. Como si el aire se volviera agua.
Marcos respiró hondo. Respondió algo técnico, automático, como un piloto que recita instrucciones de seguridad sin mirar al pasaje.
Pero ya no estaba ahí.
Estaba atrapado en una clase que no podía manejar.
Y la peor parte era que Josefina lo sabía.
Con los ojos abiertos.
La casa estaba en silencio. Afuera, la ciudad vibraba lejana, como un rumor contenido. Marcos dejó la ropa sobre la silla. Luciana, su mujer, lo miraba desde la cama, acostada. Ella era más joven que él. Piel tersa, curvas suaves, ese tipo de belleza que aún gira cabezas, pero ya no con la intensidad de hace cinco años. Había algo en ella que todavía brillaba… aunque a veces él no sabía si era deseo o solo memoria.
Marcos se desnudó en silencio. El día había sido largo, pero no era cansancio lo que sentía. Era un nudo en el pecho, algo que no podía nombrar, una inquietud que venía arrastrando desde hacía horas.
Luciana, en cambio, estaba más activa que nunca. Lo notó en la forma en que lo tocó apenas se acostó. Su mano fue directa al abdomen, bajando por debajo de la cintura, buscando sin rodeos. Su boca se le apoyó en el cuello, en la mandíbula, en la clavícula, mordisqueando con una ansiedad poco habitual.
—¿Todo bien en la facultad? —preguntó, acariciándole el pecho con una mano tibia.
—Sí —dijo él, sin mirar.
—¿Seguro?
—Hoy estás intensa —murmuró Marcos, sorprendido.
—¿Te molesta?
—Para nada.
Luciana se subió sobre él con naturalidad. Su cuerpo estaba tibio, perfumado, con ese aroma apenas cítrico de su crema habitual. El camisón se le había subido hasta la cintura, dejando al descubierto el contorno firme de sus muslos. Llevaba una tanga negra minúscula que la favorecía.
Marcos sintió la presión húmeda de su vulva contra su pelvis y respondió al instante, con un jadeo breve, y una erección involuntaria.
—Epa—dijo Luciana. No soy la única que está intensa hoy, parece—haciendo referencia al bulto erecto y respingado de Marcos.
Ella lo montó con una determinación inusual, las piernas bien abiertas, los muslos firmes sobre los costados de su cadera. Empezó a moverse como si lo cogiera frotándose por encima de su tanga.
—mmm, yo ya la quiero adentro— Le dijo con un tono imposible de contradecir.
Se la metió con la tanga puesta, apenas corrida hacia un costado. Se sentó de una vez y hasta el fondo sin mucho cuidado. Y empezó a bombearlo con un ritmo eléctrico. No había lentitud esa noche. No había amor. Solo ritmo. Carne. Sonido.
Luciana se movía con la pelvis baja, con precisión, con hambre. Él la agarró de la cintura, intentando seguir el compás, pero ella no lo dejaba controlar nada. Lo quería dominar. Lo cabalgaba con fuerza, con respiración entrecortada, los ojos clavados en los suyos.
—No cierres los ojos —le ordenó, con voz ronca.
—¿Qué?
—Mírame —insistió.
La miró. El rostro de Luciana brillaba por el sudor. Tenía los labios entreabiertos, las mejillas encendidas, el pelo suelto pegado a la frente. Lo estaba devorando. Marcos sentía que con cada embestida lo comía un poco más. No solo el cuerpo: la mente. El control. Todo se aflojaba.
—Me gusta cuando la tenes así—dijo ella con satisfacción.
—¿Así cómo?
—Bien dura.
—Vos me la pones así.
— ¿Si? Qué buena pija que tenes, profe.
—¿profe?
— ¿Te gusta así? —le dijo y su voz no le pareció la de su esposa.
Ella se inclinó hacia adelante, le mordió el cuello, y le susurró algo que lo dejó desconcertado.
—Te dije que la práctica era mejor que la teoría…
—¿Eh?
Marcos cerró los ojos un segundo, confundido. Solo uno. Cuando los abrió…
Ya no era Luciana. Los pechos turgentes y rozados rebotaban como hipnóticos. No eran los de su mujer.
El olor era distinto. Más joven. Más dulce. Más salvaje.
El pelo… más rojizo.
Las pecas.
La boca… más sucia
—Así, profe. Te voy a sacar toda la lechita.
No podía dejar de mirar esos pechos, rosados, que continuaban rebotando en un vaivén perfecto.
Las medias negras.
Y esa sonrisa. Esa sonrisa de saberlo todo.
— ¿Así te querías coger a tu alumnita, hijo de puta?— le decía mientras lo embestía con furia.
—Si sabía que tenías esta pija te cogía antes.
Josefina lo montaba como si fuera su posesión. Con los ojos clavados en los suyos, con la boca húmeda, la respiración contenida y el ritmo perfecto. Lo estaba usando. Lo estaba marcando. Lo estaba deshaciendo.
No había ternura. Solo dominio.
Y él… no podía detenerse. No quería.
—Ay me acabo toda, profe. Ahí me vengo— le dijo con un beboteo infernal.
Marcos sintió que se venía como una ola seca, profunda, devastadora. El cuerpo temblando, los dedos aferrados a unas caderas que ya no sabía si eran reales. El estómago contraído. La mente en blanco.
Entonces despertó de golpe con el pecho empapado en sudor. El corazón latiendo con furia. La boca seca.
Luciana dormía al lado. De espaldas. Su respiración era suave y tranquila. Contrastaba con la de él, agitada.
Todo había sido un sueño. Real. Húmedo. La pija se estiraba recta sobre su ropa interior con la punta mojada.
Luciana murmuró, apenas:
—¿Estás bien?
Marcos tragó saliva. Miró el techo. El silencio era denso.
—Creo que sí.
Pero sabía que no.
Josefina ya se había metido donde no debía.
Y no tenía intenciones de salir
PUNTEEN Y COMENTEN QUÉ LES PARECIÓ ESTE COMIENZO.
CÓMO SIEMPRE, SE ESCUCHAN SUGERENCIAS.
Parte 2
http://m.poringa.net/posts/relatos/5966370/Con-mi-alumna-de-la-facu-2.html
El aula estaba en silencio. No por respeto, sino por concentración. La materia era densa —Epistemología de las ciencias sociales, cuarto año— y Marcos sabía que no podía aflojar. No con estos contenidos. No con esa generación de cristal que apenas pestañeaba si no les hablaban en clave de red social.
Y sin embargo, él era el que no podía concentrarse.
Josefina estaba en primera fila.
Otra vez.

Sentada con las piernas cruzadas, libreta sobre las rodillas, la cabeza ligeramente inclinada como si le interesara de verdad lo que decía. Pero no era la pose de una alumna aplicada. Era otra cosa. Algo en la forma en que jugaba con la tapa del bolígrafo. En cómo lo miraba. Directo, sin titubear, como si supiera lo que le provocaba.
La mini falda de tela escocesa apenas le cubría los muslos. Medias negras. Botas de caña corta. Una mezcla cuidadosamente calculada entre inocencia y desafío. Las pecas sobre la nariz la hacían parecer una chica de veinte. La actitud… no tanto.
—…en el siglo XVIII, el positivismo… —balbuceó Marcos, y ahí se interrumpió.
Una pausa. Un silencio tenso.
El pizarrón lo esperaba, la oración inconclusa flotando en el aire. Volvió a mirar sus apuntes.
Había dicho mal el año. Lo supo de inmediato. Lo supieron todos.
—Perdón —corrigió—, siglo XIX. El siglo XIX.
Nadie dijo nada. Algunos ni lo notaron. Pero Josefina sonrió. No burlona, sino… sabiendo. Una sonrisa leve, cómplice, casi imperceptible. Pero él la vio. Y fue peor.
“No puede ser que todavía me pase esto”, pensó, tragando saliva.
“Con todo lo que viví, con todo lo que enseñé, con la vida que tengo… ¿cómo puede ser que una alumna me desconcentre así?”
Volvió a escribir en el pizarrón, apretando un poco más la tiza. No quería mirarla. Sabía que si volvía a hacerlo, iba a perder otra vez el hilo.
Detrás suyo, escuchó un leve crujido. Una pierna que se movía. Un roce de botas en el suelo. El cruce de medias negras sobre el banco.
Y la voz de ella.
—Profe… ¿puedo hacerle una pregunta?
La voz de Josefina lo obligó a girarse. Lenta, suave, como si lo sacara de un sueño que no quería admitir. El aula se acomodó en un silencio tenso. Algunos estudiantes levantaron la vista, atentos.
Marcos asintió, marcando con la tiza un punto en el pizarrón que no existía.
—Claro, decime.
Josefina se acomodó en la silla. La falda se tensó un poco más. Sonrió apenas, como si midiera cada palabra antes de soltarla.
—¿Usted está diciendo que… toda teoría necesita una práctica?
Un par de risas suaves se escaparon al fondo. No fue escandaloso. Pero se sintió.
Una de esas risas incómodas que solo surgen cuando algo suena bien… y mal al mismo tiempo.
Marcos parpadeó. Abrió la boca, pero no encontró aire. Sintió un calor seco subirle por la nuca.
Josefina lo miraba fijo, sin bajar la vista. Sonriendo con la boca, pero no con los ojos.
Sabía lo que había dicho. Y lo había dicho para él.
—Digo… —continuó ella, como si nada— si toda teoría necesita ser puesta a prueba para tener validez. En la práctica.
Otro silencio. Esta vez más denso. Como si el aire se volviera agua.
Marcos respiró hondo. Respondió algo técnico, automático, como un piloto que recita instrucciones de seguridad sin mirar al pasaje.
Pero ya no estaba ahí.
Estaba atrapado en una clase que no podía manejar.
Y la peor parte era que Josefina lo sabía.
Con los ojos abiertos.
La casa estaba en silencio. Afuera, la ciudad vibraba lejana, como un rumor contenido. Marcos dejó la ropa sobre la silla. Luciana, su mujer, lo miraba desde la cama, acostada. Ella era más joven que él. Piel tersa, curvas suaves, ese tipo de belleza que aún gira cabezas, pero ya no con la intensidad de hace cinco años. Había algo en ella que todavía brillaba… aunque a veces él no sabía si era deseo o solo memoria.
Marcos se desnudó en silencio. El día había sido largo, pero no era cansancio lo que sentía. Era un nudo en el pecho, algo que no podía nombrar, una inquietud que venía arrastrando desde hacía horas.
Luciana, en cambio, estaba más activa que nunca. Lo notó en la forma en que lo tocó apenas se acostó. Su mano fue directa al abdomen, bajando por debajo de la cintura, buscando sin rodeos. Su boca se le apoyó en el cuello, en la mandíbula, en la clavícula, mordisqueando con una ansiedad poco habitual.
—¿Todo bien en la facultad? —preguntó, acariciándole el pecho con una mano tibia.
—Sí —dijo él, sin mirar.
—¿Seguro?
—Hoy estás intensa —murmuró Marcos, sorprendido.
—¿Te molesta?
—Para nada.
Luciana se subió sobre él con naturalidad. Su cuerpo estaba tibio, perfumado, con ese aroma apenas cítrico de su crema habitual. El camisón se le había subido hasta la cintura, dejando al descubierto el contorno firme de sus muslos. Llevaba una tanga negra minúscula que la favorecía.
Marcos sintió la presión húmeda de su vulva contra su pelvis y respondió al instante, con un jadeo breve, y una erección involuntaria.
—Epa—dijo Luciana. No soy la única que está intensa hoy, parece—haciendo referencia al bulto erecto y respingado de Marcos.
Ella lo montó con una determinación inusual, las piernas bien abiertas, los muslos firmes sobre los costados de su cadera. Empezó a moverse como si lo cogiera frotándose por encima de su tanga.
—mmm, yo ya la quiero adentro— Le dijo con un tono imposible de contradecir.
Se la metió con la tanga puesta, apenas corrida hacia un costado. Se sentó de una vez y hasta el fondo sin mucho cuidado. Y empezó a bombearlo con un ritmo eléctrico. No había lentitud esa noche. No había amor. Solo ritmo. Carne. Sonido.
Luciana se movía con la pelvis baja, con precisión, con hambre. Él la agarró de la cintura, intentando seguir el compás, pero ella no lo dejaba controlar nada. Lo quería dominar. Lo cabalgaba con fuerza, con respiración entrecortada, los ojos clavados en los suyos.
—No cierres los ojos —le ordenó, con voz ronca.
—¿Qué?
—Mírame —insistió.
La miró. El rostro de Luciana brillaba por el sudor. Tenía los labios entreabiertos, las mejillas encendidas, el pelo suelto pegado a la frente. Lo estaba devorando. Marcos sentía que con cada embestida lo comía un poco más. No solo el cuerpo: la mente. El control. Todo se aflojaba.
—Me gusta cuando la tenes así—dijo ella con satisfacción.
—¿Así cómo?
—Bien dura.
—Vos me la pones así.
— ¿Si? Qué buena pija que tenes, profe.
—¿profe?
— ¿Te gusta así? —le dijo y su voz no le pareció la de su esposa.
Ella se inclinó hacia adelante, le mordió el cuello, y le susurró algo que lo dejó desconcertado.
—Te dije que la práctica era mejor que la teoría…
—¿Eh?
Marcos cerró los ojos un segundo, confundido. Solo uno. Cuando los abrió…
Ya no era Luciana. Los pechos turgentes y rozados rebotaban como hipnóticos. No eran los de su mujer.
El olor era distinto. Más joven. Más dulce. Más salvaje.
El pelo… más rojizo.
Las pecas.
La boca… más sucia
—Así, profe. Te voy a sacar toda la lechita.
No podía dejar de mirar esos pechos, rosados, que continuaban rebotando en un vaivén perfecto.
Las medias negras.
Y esa sonrisa. Esa sonrisa de saberlo todo.
— ¿Así te querías coger a tu alumnita, hijo de puta?— le decía mientras lo embestía con furia.
—Si sabía que tenías esta pija te cogía antes.
Josefina lo montaba como si fuera su posesión. Con los ojos clavados en los suyos, con la boca húmeda, la respiración contenida y el ritmo perfecto. Lo estaba usando. Lo estaba marcando. Lo estaba deshaciendo.
No había ternura. Solo dominio.
Y él… no podía detenerse. No quería.
—Ay me acabo toda, profe. Ahí me vengo— le dijo con un beboteo infernal.
Marcos sintió que se venía como una ola seca, profunda, devastadora. El cuerpo temblando, los dedos aferrados a unas caderas que ya no sabía si eran reales. El estómago contraído. La mente en blanco.
Entonces despertó de golpe con el pecho empapado en sudor. El corazón latiendo con furia. La boca seca.
Luciana dormía al lado. De espaldas. Su respiración era suave y tranquila. Contrastaba con la de él, agitada.
Todo había sido un sueño. Real. Húmedo. La pija se estiraba recta sobre su ropa interior con la punta mojada.
Luciana murmuró, apenas:
—¿Estás bien?
Marcos tragó saliva. Miró el techo. El silencio era denso.
—Creo que sí.
Pero sabía que no.
Josefina ya se había metido donde no debía.
Y no tenía intenciones de salir
PUNTEEN Y COMENTEN QUÉ LES PARECIÓ ESTE COMIENZO.
CÓMO SIEMPRE, SE ESCUCHAN SUGERENCIAS.
Parte 2
http://m.poringa.net/posts/relatos/5966370/Con-mi-alumna-de-la-facu-2.html
3 comentarios - Con mi alumna de la facu.