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Con la alumna de la facu (final)

Parte 1
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Parte 2
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Parte 3

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Parte 4

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Parte 5

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Parte 6

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Con la alumna de la facu (final)





“Lo que querías”

No pensaba en venganza. No exactamente.
Tampoco en justicia.
Lo que sentía era más profundo, más antiguo. Una furia quieta que no necesitaba ruido para hacer daño.
Lo había amado. Le había perdonado tanto. Se había repetido durante años que la madurez era eso: entender, acompañar, bancar.
Hasta que se volvió insostenible.
La imagen de Marcos con esa pendeja la atormentaba.
La imaginó.
Y eso fue como haberlo vivido. Porque el cuerpo no distingue fantasía de certeza.
Y su cuerpo la odiaba.
Gonzalo estaba en la cocina, lavando una copa con paciencia.
Le gustaba eso de él. Que no apuraba nada. Que no empujaba. Que simplemente estaba ahí, cuando lo necesitaba.
Y ahora, lo necesitaba.
—Gracias por hacerme compañía, lo necesito en este momento—dijo ella, con la voz baja.
Gonzalo se giró.
—Sabes que me gusta estar con vos.
Luciana asintió. No sonrió.
No hubo ceremonia.
Solo una mano que apagó la luz de la cocina.
Unos pasos que los llevaron al cuarto.
Y el sonido leve de una puerta cerrándose detrás.
Él la besó como si la hubiera estado esperando durante años.
Y quizás era cierto.
Había algo contenido en ese primer contacto.
Algo que no venía de esa noche, ni de ese silencio, sino de antes. De todas las veces que se rozaron sin tocarse, de cada charla en la oficina, de cada mirada que duraba medio segundo más de lo permitido.
Luciana se dejó besar.
Pero no estaba entregada.
Estaba al mando.
Se sacó la remera sola.
No con sensualidad, sino con urgencia.
No necesitaba seducir.
Sabía que él ya estaba perdido.
Gonzalo la miró como si no pudiera creer lo que veía.
Sus pechos, firmes, naturales, temblaban con la respiración.
Tenía las mejillas encendidas, el cuello ligeramente sudado, los ojos cargados.
No era una mujer en celo.
Era una mujer en guerra.
Él se sacó la ropa como pudo. Desordenado. Torpe. Con la ansiedad de quien espera desde hace mucho.
Cuando ella bajó su pantalón, lo vio: tenía la pija bien parada. Roja, gruesa, expectante.
Luciana sonrió apenas. No por ternura. Por poder.
Se arrodilló.
Y la chupó sin mirarlo.
Como si no hiciera falta.
Como si ya supiera lo que él sentía.
Se la metió entera, sin asco, sin pausa.
Hasta el fondo.
La lamía con decisión, con ritmo, con dominio.
Gonzalo gemía. Pero bajito. Como si no quisiera interrumpir. Como si entendiera que el silencio era parte del ritual.
Ella se levantó.
Se bajó el pantalón. No tenía bombacha.
—¿Me vas a coger o no?
Él no respondió.
La tomó de la cintura.
La empujó suavemente hacia la cama.
La acostó.
La abrió.
Y se la metió.
Así.
Directo.
Sin juego.
Sin retórica.
Luciana soltó un grito seco.
No de dolor.
De algo más parecido al alivio.
La pija de Gonzalo la llenaba diferente.
No era mejor.
No era peor.
Era otra cosa.
Más firme. Más segura.
Más joven.
La cogía con ritmo. Con precisión.
Como si hubiera estudiado cómo quería que la cojan.
Como si supiera lo que Marcos ya había olvidado, por rutina.
Ella se arqueó.
Lo abrazó con las piernas.
Lo obligó a metérsela más.
—No pares —le dijo al oído—. No pares. Haceme mierda.
Y él obedeció.
La cogía con el cuerpo entero.
Las caderas marcaban el ritmo.
Los huevos chocaban con sus labios.
Las manos la agarraban del culo, de la espalda, del cuello.
Luciana se aferraba a él como si el goce pudiera borrarlo todo.
Y por un instante… lo logró.
Pensó en Marcos.
En cómo la miraba últimamente.
Como si ella fuera parte del decorado.
Como si no tuviera carne.
Como si no lo incendiara.
Y ahí, con Gonzalo embistiéndola con furia, se dijo: “Esto era lo que querías.”
Gritó.
Se vino.
Con un orgasmo largo, húmedo, irrepetible.
Pero no fue el único.
Luciana no había terminado.
No quería terminar.
Cuando Gonzalo intentó soltarse un segundo , ella lo sostuvo firme por las muñecas y lo volvió a clavar al colchón.
—Quedate ahí —ordenó, con una voz que no le conocía.
Firme. Baja. Innegociable.
Gonzalo obedeció. Jadeaba, por fin se le daba. Por fin la tenía.
Luciana lo montó con determinación. Se acomodó sobre él, húmeda, abierta, temblando.
Se rozó la concha por la pija y la humedeció más con sus propios flujos. Un vaivén lento, animal.
Lo buscó de nuevo, y lo metió sin pedir permiso.
Hasta el fondo.
Con un gemido grave que le salió del estómago.
Empezó a moverse.
Primero despacio.
No para provocarlo: para saborearlo.
Había algo casi espiritual en ese acto.
No era descarga. Era venganza.
No contra él. Contra el otro. Contra el que había deseado verla así solo en sueños.
Y ahora, era real.
Ahora, era ella la que decidía.
Le cabalgó la pija como si fuera su última noche.
Como si no existiera después.
Como si el dolor se lavara en cada golpe de cadera.
Se inclinó hacia adelante, los pechos balanceándose apenas frente al rostro de Gonzalo.
Él se los besó como si fueran un sacramento.
Se los lamió con hambre, mientras ella jadeaba palabras que no había dicho nunca.
—Cómo te gustan mis tetas, hijo de puta. 
—Son hermosas.
—Se te iban los ojitos en la oficina ¿esto querías?
—Sí, así las quería. Aentro de mi boca.
Ella lo miró, sonriendo.
Una sonrisa rota. Triste. Indómita.
—Me pongo muy puta cuando me chupan las tetas así ¿sabes?
—¿Sí?—respondió él, ronco.
Luciana aumentó el ritmo.
Las embestidas eran más firmes. Más húmedas.
Le acariciaba el pecho. Le marcaba la piel con las uñas.
Sudaban. Gemían.
Ya no había contención.
Y cuando sintió que el segundo orgasmo se acercaba, no se detuvo.
Se sentó bien erguida sobre él, las manos en las caderas de Gonzalo, cabalgando como si domara un animal.
Y ahí se vino.
Con un grito agudo.
Un espasmo largo.
La cabeza hacia atrás.
La espalda arqueada.
La carne vibrando.
Pero no se bajó.
Siguió encima, moviéndose más lento, más profundo, mientras sentía que él seguía duro. 
—¿Qué queres?—preguntó ella, con los ojos clavados en los suyos.
—Quiero que te des vuelta.
—¿Así? Y se ofreció— Cogeme como lo imaginaste todo este tiempo.
Gonzalo se incorporó.
La agarró con fuerza.
La acomodó.
Le levantó la cadera, en cuatro.
Y se la metió desde atrás con un gruñido ahogado.
Luciana se mordió el antebrazo para no gritar.
Le estaba abriendo el alma.
—¡Así! —jadeó ella—. ¡Fuerte, Gonzalo!
Él la agarró de la cintura. Le embestía con todo.
Le hacía sonar las nalgas contra el abdomen.
La hacía temblar con cada golpe.
Ella lloraba. No de tristeza.
De algo más hondo.
Como si con cada embestida saliera un pedazo de lo que le habían roto.
—¡Más! —gritó—. ¡toda!
—Sos muy puta.
—¡Soy tu puta! ¡Más!
Y él obedeció.
Con fuerza.
Con hambre.
Con deseo contenido de años.
La espalda de Luciana estaba mojada de sudor.
Sus piernas temblaban.
El cuerpo entero era una ofrenda.
Cuando estuvo por acabarse, él se la sacó. Pero ella no lo dejó. 
Se giró.
Lo miró a los ojos.
Le arrebató la pija con una mano y se la metió de nuevo, mirándolo. Provocándolo.
—Quiero la leche adentro.
—¿Estás segura?
—Sí. Lléname la concha de leche.
Y Gonzalo se vino con un rugido, apretándole los muslos, enterrado hasta el fondo.
Con espasmos que lo quebraban por dentro.
Luciana lo recibió con las piernas abiertas y los ojos húmedos.
La abrazó.
Se quedaron así.
Sin decir palabra.
Respirando.
Sudados.
Con la certeza de que algo había cambiado.
De que lo que era solo un deseo tácito… ahora tenía forma, olor y memoria.
Luciana apoyó la cabeza en su pecho.
Pensó en Marcos.
En su mirada sucia.
En sus celos.
En su cobardía.
Pero ya no dolía igual. El cuerpo todavía vibraba. Y en ese pecho donde apoyaba la cabeza, por primera vez en mucho tiempo, había paz.



Epílogo “Del otro lado del límite”

La casa estaba en silencio.
Pero no ese silencio plácido del descanso, sino otro: el de después del derrumbe.
El silencio de una casa en la que alguien dejó de esperar.
Marcos se había ido con una mochila, un par de libros, y el cargador del celular.
No hubo súplica, ni gritos, ni portazos. Solo una frase, con la voz grave de Luciana, que no era furia sino veredicto:
—Necesito que te vayas.
Y él se fue.
Como un chico que sabe que lo descubrieron.
No hizo falta que ella dijera cómo se había enterado.
Lo intuyó en los gestos. En los silencios. En los detalles que antes pasaban desapercibidos.
Tomás.
El idiota despechado que nunca terminó de cerrar su historia con Josefina.
Amigo de su hija.
Demasiado cerca, demasiado herido, demasiado estúpido para guardar el secreto.
Una conversación filtrada.
Un mensaje leído.
Un comentario fuera de lugar.
Y todo cayó.
Luciana no necesitó pruebas.
Tenía el tono.
La forma en que él parpadeaba.
La forma en que evitó mirarla.
Y la forma en que nunca negó nada.

Después vino lo otro.
Más sutil.
Más cruel.
La facultad.
El rumor.
El pasillo.
La secretaria del Decanato que dejó caer un “me comentaron algo que no puedo ignorar”.
El rector que lo citó a una “charla informal”.
No hubo denuncia. Ni nombre.
Pero estaba claro.
Un profesor veterano.
Una alumna joven.
Una tesis demasiado personal.
Miradas en el aula.
Un escándalo silencioso.
Le ofrecieron, con cortesía hipócrita, que tomara una “licencia breve, por temas personales”.
No fue sanción.
Fue una forma de invitarlo a desaparecer.
Y desapareció.
El departamento de dos ambientes cerca de la facultad tenía olor a humedad y a muebles viejos.
No tenía cuadros.
Ni televisor.
Ni cama.
Solo un colchón en el piso, una silla, y su computadora apoyada sobre una caja de libros que ya no tenía ganas de abrir.
Durante días, no comió bien. No corrigió. No escribió. No se tocó.
Solo fumaba.
Tomaba café frío.
Y miraba una pared.
Esperando algo que no iba a volver.
Josefina le escribió.
Primero con frases ambiguas.
Después, con enojo.
Por último, con esa mezcla de despecho y orgullo herido:
“Pensé que eras distinto. En serio. Terminaste siendo un cagón más.”
Él no contestó.
No porque no tuviera qué decir.
Sino porque todo lo que sentía era vergonzoso.
Había deseado a Josefina como se desea lo prohibido.
Con hambre. Con morbo. Con una intensidad casi adolescente.
Había tenido una piel joven, brillante, sucia, y perfecta montándolo, lamiéndolo, cogiéndolo como si fuera la última noche del mundo.
Y había sentido que eso lo justificaba todo.
Pero no era amor.
No lo fue nunca.
Era fuego.
Una adicción física.
Un espejismo de poder que, en el fondo, lo dejaba más solo cada vez.
Un día, revisando su Facebook viejo —el que ya no usaba— descubrió que Luciana no lo había bloqueado ahí, vio una historia.
Ella.
Una copa de vino.
Una vela encendida.
Y un pie masculino junto al suyo.
Nada más.
Pero lo supo.
Por el ángulo.
Por el tono.
Por esa luz cálida que no era casual.
No era una foto íntima.
Era una sentencia.
“Estoy bien sin vos.”
Pensó en Gonzalo.
No como en sus sueños.
No como en la escena morbosa que lo había excitado.
Lo pensó de verdad.
Luciana montada sobre él.
Gritando.
Gozando.
Recibiendo lo que él ya no sabía dar.
Y esta vez… no se excitó.
Sintió una punzada seca.
Final.
Certera.
El deseo convertido en derrota.
Apoyó el celular boca abajo.
Encendió otro cigarrillo.
Y no pensó más.
La vida seguía.
Su hija volvió de USA y le pidió de verla.
Se encontraron en un bar de Parque Centenario. Ella pidió un café con leche. Él no pidió nada.
—¿Estás bien? —preguntó ella, con una voz extrañamente firme.
Marcos quiso mentir. No pudo.
No con ella.
No después de todo.
—No sé —dijo. Y bajó la vista—. Solo quería verte.
Su hija lo observó largo rato.
No con furia.
No con pena.
Con esa mezcla insoportable de decepción y amor que solo los hijos conocen.
—No sé qué hiciste, papá. Pero mamá está rota. Y yo también.
Él tragó saliva.
El mundo se le angostó.
—Perdoname —dijo, en un hilo de voz—. A vos sí te pido perdón.
Ella no respondió.
Solo bajó la mirada.
Pagó su café.
Y se fue.
No lo abrazó.
No lo insultó.
No lo miró atrás.
Y esa fue, quizás,
la condena más dura de todas.


ASÍ TERMINA ESTA SAGA, SE ESCUCHAN SUGERENCIAS: ¿QUÉ TEMA LES GUSTARÍA QUE ABORDE EN LA PRÓXIMA?

3 comentarios - Con la alumna de la facu (final)

kokiCD
Espectacular !!!
+ 10